Fui un joven tímido, que aborrecía las discotecas. Estudiaba y trabajaba en la ciudad, y sobre los dieciocho años, poco precoz, empecé a salir con un par de amigos a tomar algunos vasos de vino malo al atardecer, para charlar un rato y para observar a la gente. Un día, en un bar de la calle Isidro Rueda vi a un anciano delgado, pulcro, elegante, con un aspecto vagamente italiano, como de un actor de teatro veterano que se quedó sin trabajo. Un hombre de ademanes muy educados, casi sigilosos, que tenía una calva aristocrática. Un hombre que apareció en medio de la ruidosa clientela del bar. Y al que nadie pareció hacer caso alguno. Pero yo, que nunca le había visto antes, me quedé muy sorprendido por la novedad.
Le pregunté a uno de mis amigos por aquel hombre que, sin duda, no había entrado en el bar para beber. Un hombre que había cogido una tarta que había situado previamente sobre la barra. Una tarta que era suya. Dio unos pasos por el establecimiento, lo hizo con una delicadeza propia de un cardenal palatino de Roma, casi sin ver ni ser visto, revoloteó raudo y mudo, exhibió la tarta por entre la clientela y poco después, devuelta de nuevo la repostería a la barra del local, cogió un talonario de rifas y lo fue ofreciendo, con gran exquisitez, a los que bebíamos vino y hablábamos de Franco, de cuándo moriría de una vez. Porque entonces se hacían muchas cábalas sobre eso; era evidente que el dictador no iba a llegar al año 1980.
Observé que aquel hombre, del que me acababan de decir que se apellidaba Tartilán, y que era gallego de Lugo vendió pocas papeletas de su rifa. Y luego, de un modo tan veloz como casi invisible, tomó del bolsillo de su pantalón una especie de gavilla de tiras de papel unidas, hizo no sé qué movimientos de la suerte, cantó luego el número elegido, y una vez constató que no le había tocado la tarta a nadie, se despidió con una gran prestancia y salió a la calle y a la noche, envuelto en una moderada melancolía. Una melancolía, por otra parte, que era compatible con un resquicio de picaresca, no sabría ahondar más en ello. Lo que sí me dijo mi amigo es que el apellido Tartilán nada tenía que ver con su trabajo de rifar tartas.
A partir de aquella tarde le vi muchas veces en un bar, en otro, ya en la Puebla ya en el casco viejo. Siempre solo, siempre profesional en su negocio insólito, siempre con la tarta de cada día sujeta por un lazo. Algunas veces también le vi, más alejado del centro, en hora más tardía, imaginaba que camino de su casa y con frecuencia llevando la tarta que había paseado por los bares, que había sido objeto de muchas rifas, a las que pocas veces los compradores de las papeletas hacían caso. Pagaban el boleto y continuaban bebiendo y charlando. Tal vez les daba un poco de apuro tener que llevar después la tarta a casa, en el muy improbable evento de que les tocara.
Esa era la vida y el oficio de Tartilán, un anciano que mantenía una actitud de inmenso decoro en cada bar al que entraba, con cada persona que saludaba, siempre con una mezcla de extrañeza y de rutina. En la que vivía aquel anciano que aparecía por los bares como un bocanada de aire de otro tiempo, de una sociedad decimonónica, de una picaresca eterna, de una altanería cordial si es que puede decirse así. Un hombre que era el fantasma de las tartas, y que en un momento de la noche regresaba a su hogar. Como un clown triste y misterioso.
CÉSAR GAVELA
Gran artículo, como decimos en Galicia: cousa boa.
El Sr Antonio Tartilán fue una persona honesta toda su vida, su oficio no era ser el pícaro de las rifas, su oficio era repostero y de los buenos, jamás y reíto jamás regreso a casa con una tarta porque hasta que no salía un ganador seguía haciendo el sorteo, hacia lo que le gustaba y de triste y misterioso nada, por supuesto no era gallego ni ataba las tartas con lazos, las llevaba en la mano y muchos domingos le ayudaban sus nietos(con mucho orgullo tengo que decir)y cuando ya sus brazos comenzaron a cansarse las llevaba en una caja de madera.
Agradezco el recuerdo que ha tenido de mi abuelo y entiendo que es su opinión pero los que le conocimos sabemos que nada mas lejos de la realidad
El Sr.Tartilan que Ud.describe,solo existe en su fantasia de poeta y escritor mediocre,antes de escribir un articulo,tiene que informarse,esta escrito con falta de rigor y respeto,sobre todo porque es una persona que no puede defenderse,con una familia a la que hacen daño sus mentiras….El Sr Tartilan hombre,educado,respetuoso y no un picaro,como Ud describe,nunca,nunca volvia a su casa con la tarta,si la rifa no le tocaba a nadie (cosa harto improbable) la regalaba….por cierto tampoco era gallego….
Si el vino era malo al atardecer, haberlo tomado un poco antes, hombre
Contestación a ROSARIO: No hay que ponerse así porque algunos detalles del artículo no coincidan con su realidad. El artículo es evidente que se trata de un homenaje al personaje que existió y muchos conocimos tal como lo describe el Sr. GAVELA. Como homenaje que es debería estar agradecida que alguien, después de más de 40 años, alguien le recuerde y nos lo recuerde a todos, porque esta en nuestra memoria. Le recomendaría que volviera a leer el artículo, porque quizás acabe gustándole el homenaje.