Más de una vez he oído la pregunta: “¿los curas con quién se confiesan?”. La respuesta es muy sencilla: con otro cura, como todo hijo de vecino. ¿Y el Papa? La respuesta es la misma. Lo que ocurre es que nunca se había visto la foto de un Papa confesándose y por eso sorprendió al mundo la fotografía del Papa Francisco arrodillado ante un confesionario en la basílica de San Pedro, como uno más. Pero eso mismo lo hace cada quince días. Además, se confiesa porque se considera pecador, porque está convencido de que tiene pecados. Lo cual, el tener pecados, es algo muy humano y muy normal. Y si alguno dice que no es pecador es que miente o no se entera. Pensemos que generalmente nuestros mayores pecados son de omisión, es decir, no solo por el mal que hacemos, sino por las cosas buenas que dejamos de hacer.
Aunque la confesión no esté de moda y haya quienes la rechazan de forma explícita, la gente siente necesidad de “confesarse” de alguna manera: en el psicólogo, en el psiquiatra, en las redes sociales, en los medios de comunicación, en un programa de radio o de televisión… y no son pocos los que acuden a los sacerdotes. No obstante, respecto de la confesión sacramental, se dan dos actitudes contradictorias: unos que la denigran y rechazan, y otros que tienen una experiencia muy positiva y saludable de la misma.
Se dice que el diablo quita la vergüenza para pecar y que la da para confesarse. Cuando uno se siente realmente pecador siente necesidad de manifestarlo, de pedir perdón… de forma que confesarse no solamente no supone un gran esfuerzo, sino un alivio. Pero para ello es preciso reconocer que el pecado existe, que existe el mal realizado por el hombre. No es solo cuestión de fe. Si a un no creyente le roban o le matan a un familiar o cometen con él una injusticia… independientemente de se tenga o no un concepto religioso de pecado, tendrá que reconocer que eso es pernicioso. No nos engañemos: el pecado existe. El problema es que lo que más nos cuesta es reconocernos pecadores. Nuestro mayor pecado es el orgullo.
Por supuesto, para confesarse bien hace falta humildad. El ejemplo del Papa Francisco ha valido más que muchos sermones y documentos sobre el sacramento de la penitencia. Nunca es más grande un hombre que cuando se pone de rodillas y pide perdón. No hay ningún verdadero santo que no se haya reconocido pecador.