No resulta fácil mantener la colaboración en un diario político si uno aspira a ejercer por encima de todo la propia libertad de expresión. Aun teniendo cuidado en evitar los choques frontales con la línea editorial y adecuarse dentro de lo posible a los planteamientos generales del periódico, siempre hay momentos en que resulta excesiva la distancia entre lo que el escritor piensa y lo que marcan las directrices ideológicas de la publicación. Por esta razón, cuando en 2001 reuní para Galaxia-Gutenberg una selección de mis artículos en El País, El Correo y El Mundo sobre Euskadi, los subtitulé disidencias.
En un país donde los partidos políticos no cuidan demasiado la libertad de expresión ajena, las presiones se multiplican ante la actitud crítica del intelectual no domesticado. Tengo constancia, por habérmelo dicho Juan Luis Cebrián, que Zapatero hubiera querido verme fuera de El País por escribir artículos tales como La insoportable levedad de un presidente o El bulldog, a él dedicados. Al lado de otro colaborador, yo era el hombre a quien más odiaba: todo un honor. Pero la dirección del diario resistió, aun cuando antes no lo hubiera hecho, a mediados de los 90, en una primera emigración temporal a las páginas de El Mundo.
Con el nuevo siglo, El País trataba de refrendar las andanzas zapateriles sobre el islam, invitado a la Alianza de Civilizaciones entre atentado y atentado, y sobre la fructífera negociación con ETA. Cuando esta fracasó, desde Opinión me autorizaron para replicar al gubernamental Sánchez Cuenca, si bien advirtiéndome de que «no reivindicara haber tenido razón». Sobre el islam tampoco fue fácil desde el principio. Al parecer, si se publicaba mi Yihad en Madrid tras el 11-M, «arderían las mezquitas». Así que mi artículo fue relegado a la página 34, mientras Juan Goytisolo pronunciaba su absolución al Corán y yo recibía la calificación de «islamófobo» que me adjudicaron los portavoces de la Comisión Islámica de España. A nadie importaron los riesgos que suponían tales acusaciones, traducidas en amenazas de muerte, antes las de ETA, ahora yihadistas. Mis críticas siguieron publicándose.
Todo se endureció cuando el catalanismo entró en escena. Artur Mas no dudó en 2003, aun antes de presidir la Generalitat, en solicitar a la Universidad de Toulouse que impidiera mi participación en un Congreso sobre nacionalismos en España. Y tras la Diada de 2012 llegó el desencadenamiento, ese desencadenamiento que priva al independentismo catalán de toda legitimidad para presentarse como demócrata, cuando ha puesto en práctica un estricto totalitarismo horizontal para forzar la homogeneización de la sociedad catalana.
Un vocero catalanista, Enric Juliana, equiparaba en La Vanguardia mi crítica a la independencia con la llamada de Janos Kadar a los tanques soviéticos para que invadieran Budapest. Hasta hoy la clave social del progreso indepe consiste en la satanización de toda resistencia. Me tocó de lleno. En el límite de la irracionalidad, una cita mía del poeta catalán Salvador Espríu por la concordia cultural, llevaba a considerarme epígono de Franco, por un antiguo amigo, el historiador Francesc Fontbona. Y los hubo peores, caso de un embajador socialista mallorquín, apologista a muerte de los GAL en los años 90 y ahora convertido en zafio debelador de españolistas. Un delirio optimista preparando el ambiente para la independencia.
Aquí reside la enorme responsabilidad del PSOE, y de Sánchez, carentes de ideas propias, al colaborar con tal estrategia, incluso en la guerra contra el 25% de enseñanza en castellano. Tras su primera reunión, la mesa del diálogo lleva camino de convertirse en una mesa de entregas en cadena. Pere Aragonés lo deja claro: en línea recta a la autodeterminación y la independencia. Para el auxiliar de Sánchez en la que ya es «negociación», todo va hacia lo mejor en el mejor de los mundos.
Era lógico que el peso de mi colaboración en El País se desplomara a partir del 27-O. A mis colaboraciones les fue aplicada la táctica del salami, limitándolas desde el verano de 2020 a una columnilla y una tribuna exclusivamente online mensuales. A pesar del acuerdo, en septiembre de 2021, mi tribuna sobre Sánchez y el Congreso del PSOE, El PSOE y el futuro, fue silenciada, sin explicación alguna. Pedro Sánchez era intocable. Para publicarla, tuve que refugiarme de nuevo en El Mundo.
Luego todo siguió como si nada hubiera pasado, hasta la comunicación -oral, claro- del pasado miércoles 27 de que se acababan mis colaboraciones. Ni columna ni tribuna online. La intensificación de la campaña preelectoral y la sumisión a ERC imponían su ley. Al contármelo a medias, desde Opinión pretendieron convencerme de que era una norma general, pero por azar yo sabía ya que ese prólogo para todos, transmitido individualmente, iba seguido de contenidos diferentes, nada para unos, asignaciones concretas para otros. Todos los animales eran iguales, pero había unos animales más iguales que otros.
En suma, una hábil cortina de humo para encubrir una operación de limpieza, ejercida por lo que me toca con la coartada de la crisis económica y el falso carácter general de la medida. Después de los 41 años que me separan de mi primer artículo en el diario, intento seguir siendo fiel al lema: «Ser libre es servir a la verdad». Y tal exigencia no puede ser mantenida desde un periodismo de combate subordinado a la causa de un gobierno.
Antonio Elorza