En los años 60 eran jóvenes, relativamente jóvenes y estaban consolidando su obra. De los tres escritores de Villafranca del Bierzo, Ramón Carnicer ya había publicado “Donde las Hurdes se llaman Cabrera” y Antonio Pereira se había dado a conocer como poeta y narrador.
Ramón González-Alegre era ocho años más joven que Carnicer y tres años mayor que Pereira. Y era tan excelente escritor como sus compañeros de vida, de villa natal, de tantas cosas. Aunque sus caminos allende el Bierzo fueron distintos: Carnicer se afincó en Barcelona, Pereira en León y Madrid mientras que González-Alegre miró hacia el Atlántico. Hizo su vida de hombre, padre, marido, poeta, narrador y dramaturgo en Galicia. También publicó diversos libros en gallego.
Ellos se veían en su tierra en los veranos lentos de aquellos años. A veces la prensa daba cuenta de esas visitas. Recuerdo, siendo yo casi niño ver a Pereira en las imágenes, a Carnicer, a González-Alegre. Bajo un sol de Villafranca que ahora es pura melancolía. Incluso recuerdo una foto del periódico con González-Alegre subiéndose a un pequeño coche utilitario, antes de viajar a Galicia, despedido en la acera por Carnicer y Pereira.
Poco después de aquel viaje, en el verano de 1968, Ramón González-Alegre falleció. Solo tenía 48 años. Su final fue tan sentido como inesperado. A partir de ahí un sosegado olvido cayó sobre aquel hombre que amó el Bierzo con una pasión tal vez no igualada por nadie. (“Solo llegar y permanecer ya nos cura”, decía). González-Alegre, como la inmensa mayoría de los bercianos, amaba a su tierra con una fuerza extraordinaria. Sencilla y honda; vigorosa y dulce a la vez.
Sí, él era todo amor por el valle natal donde, por otra parte, no había vivido tanto tiempo. Pero allí estaba su raíz, su verdad. Y llevaba el aura de aquel Bierzo suyo a Vigo, la ciudad donde terminó radicándose. Donde fue abogado y escritor, padre de familia numerosa. Siempre con el sueño de la literatura, robando horas al descanso para escribir. Ramón fue un ejemplo de actividad, de ilusión, de vida. De pasión por la palabra y por su tierra. Llegó muy lejos en ese amor, y lo que él sintió y contó, sigue vivo, y quien lo lee, sobre todo si es berciano, se emociona y comparte.
Fue hombre religioso que dejó libros y dejó miradas perdurables. Dejó su amor por los ríos de Villafranca. Y dedicó su teatro “aos galego-falantes do Berzo”. Ramón siempre vivió en la húmeda compañía de la saudade, un sentir que también es berciano, aunque Ramón recordaba que era diferente al galaico. Porque distintos somos gallegos y bercianos, aunque tan próximos y tan felices en la convivencia.
Siempre nos quedará su senda de berciano soñando en la orilla del agua, bajo la fresca sombra de los chopos. De él dijo su gran amigo Antonio Pereira, en un poema: “Amabas en su origen el milagro / que aún no es Burbia, ni Sil, solo un vagido / abierto a la mañana”.
CÉSAR GAVELA