El contenido de los libros de memorias, testimonios y similares, oculta no solo lo que sus autores quieren ocultar sino también aquello que no pueden mostrar, por más que quisieran hacerlo, por muy diferentes razones. Y en estas cabe de todo. Aunque probablemente lo que prime sea el miedo, a la par o, incluso –casi seguro–, después que la vergüenza. Comprobarlo es muy sencillo y no serán pocos los lectores que, aun no siendo avezados, al término de su ansiada lectura no se hayan sentido frustrados al esperar “otra cosa”.
La vergüenza hace tapar “las vergüenzas” propias, así como su ausencia no las desvela sino que –paradójicamente– airea las ajenas. Después, o al mismo nivel, viene el miedo. Miedo a todo: a las posibles o seguras represalias; a los conflictos de intereses, seguros siempre; a la caída de los mitos; a lo desconocido… Hay excepciones –pocas– y cuando eso ocurre, una de dos: o un compromiso, un punto de llegada que el autor se impone y le trasciende, o un “perro salvaje” al estilo de Cioran. El primer caso es muy interesante aunque difícil de encontrar y por tanto de disfrutar y, el segundo, además de los casos de libro –Diógenes, Nietzsche y el propio Cioran– el problema es cuantificar el tanto de “postura”, de “enfant terrible” que deje libre el tanto de “verdad”, que es el que importa. O sea, en ambos casos diría yo que nada de nada. O muy poco.
Aun así, las memorias, testimonios y similares tienen elementos positivos fuera de duda y son, en muchos casos, la única fuente para conocer determinados acontecimientos o, cuando menos, mejorar el conocimiento de los mismos. A los historiadores de hoy les va entrando poco a poco –ya era hora– la importancia de este género a pesar de originarse muy cerca en el tiempo de lo que cuenta, razón esgrimida para restarle validez. Ya ven: ¡tiene más valor “formal”, “académico”, la elucubración de un historiador sectario –o simplemente insolvente– sobre la peripecia de cualquiera, que el testimonio del que ha vivido la dicha peripecia! Sea o no sesgado el testimonio.
Este es un inciso. Mientras escribo, entra en mi máquina un e-mail de Amnistía Internacional (no sé de dónde sacan mi correo personal, pero en fin…) que dice: ¡Ni un latigazo más! Ya ha recibido los primeros 50. Raif Badawi es bloguero en Arabia Saudí. Está condenado a diez años de cárcel y a recibir 1.000 latigazos, 50 por semana, por crear un blog considerado ofensivo para el Islam. Ayúdanos a detener esta barbarie. ¡Firma ahora!
Sin comentarios. Aunque parece que alguien me está siguiendo en directo por esta ventana digital que creo solo mía, como todos los que nos echamos en manos de la tecnología apabullante a sabiendas de que, en esto, cada vez más es cada vez mucho menos, y seguimos imparables cayendo al fondo orweliano y siniestro de la nada personal más absoluta. Otra paradoja más de nuestro mundo actual, tan avanzado: se discute la porción de libertad de unos pocos atada al enchufe de una máquina –muerte o nomuerte digna lo llaman– siendo que la libertad toda la estamos entregando cada día subidos a este maravilloso carro digital y embriagador. Aquel que todavía esté a tiempo ¡que se desconecte! Fin del inciso.
Da qué pensar eso de los latigazos al bloglero saudí y vuelvo al principio de esta perorata para justificar el miedo a contar de los que escriben. En España –y en Francia, y en Alemania, y en los Estados Unidos…– los latigazos son más sutiles, no dejan las espaldas en carne viva como la de Raif ni suben a los reos nativos a los altares de los medios de comunicación. A los más afortunados los estigmatizan, los arruinan y los destruyen. Al resto los ignoran. Es más civilizado. Y más eficaz.