PREMIOS MUJER 2024

Primavera árabe, invierno islámico

Desde hace algo más de dos años, el mundo árabe vive un tiempo de agitación, disturbios, enfrentamientos y guerras civiles, de origen confuso, al menos en lo que a las interpretaciones se refiere, y de futuro incierto ya que pocos atisban como terminará. Comenzó en el mes de diciembre de 2010 en Túnez con la autoinmolación de Mohamed Bouazizin, que provocó la caída del presidente Ben Alí y toda su corrupta familia, siguió luego por Egipto con el derrocamiento del régimen de Hosni Mubarak, pasó más tarde a Libia que vivió días dramáticos con la guerra y asesinato de Muammar el Gadafi, y prendió, por no seguir con Yemen y otros países, la guerra civil en Siria que no ha terminado y ha causado ya 60.000 muertos y 820.000 desplazados. Incluso estos últimos días vemos como se extiende la llama por tierras subsaharianas, en Mali, donde grupos cercanos a al-Qaeda imponían un régimen de terror.

Algunos consideran esos movimientos populares, enfrentamientos y guerras civiles como un proceso revolucionario al que, con evidente desconocimiento histórico, denominan “Primavera Árabe”, como analogía de la llamada “Primavera de los Pueblos”, término con el que se conocieron las revoluciones liberales y nacionalistas europeas de la primera mitad del siglo XIX. Alguno califican estos acontecimientos como la primera gran oleada de protestas laicas y democráticas del mundo árabe en el siglo XXI, y no faltan los que mantienen que se trata de una continuación de protestas antiguas, de finales de los sesenta, contra el intervencionismo occidental, es decir, movimientos anticolonialistas o antiimperialistas..

Entender lo que ocurre en el mundo árabe (en realidad al mundo islámico, pues no todos los países donde se han sucedido y suceden esos disturbios son árabes pero si musulmanes) como una primavera de los pueblos, como un proceso revolucionario de carácter nacionalista y liberal, o simplemente como un proceso para establecer regímenes democráticos, es un anacronismo. Esto dicho, lógicamente, sin saber los derroteros que el movimiento tomará que, podría encaminarse hacia la instauración de verdaderas democracias, aunque tengo muchas dudas de que, al menos en una primera fase, acabe en eso. No deben engañarnos ni los medios que se utilizan para convocarse, el móvil, internet, etc, -tan modernos-, ni el hecho de que algunos grupos minoritarios sean proclives a la democracia, que también los hay.

En todos estos levantamientos populares, el nacionalismo juega un papel pequeño, aunque la agitación de banderas pueda indicar lo contrario. El nacionalismo como movimiento político fue prácticamente desconocido en el mundo musulmán anterior a la caída del imperio Otomano. A excepción de sus posesiones europeas, donde el nacionalismo griego o serbio está detrás de su independencia, aquel imperio no se desintegró por movimientos de signo nacionalista árabe, sino por la derrota de Turquía en la Primera Guerra Mundial. La mayor parte del territorio del imperio otomano pasó, bajo la forma de mandatos o protectorados, a los vencedores, Francia e Inglaterra. Sólo más tarde, con la descolonización, fueron surgiendo Estado independientes, los cuales utilizaron el nacionalismo como elemento identitario, aunque nunca lo lograron del todo: primero por la división religiosa (sunnitas y chiitas), después por el peso tan grande que tiene en el mundo islámico la umma o comunidad islámica. La nación aún no ha sido creada del todo, porque las naciones también se crean a partir del Estado.

Si el nacionalismo no sostiene ideológicamente esas protestas -si acaso el antiimperialismo-, tampoco parece que lo sea el liberalismo, entendido en su sentido político como régimen parlamentario y democrático. El liberalismo político, tal como lo teoriza Benjamin Constant en el siglo XIX, hunde sus raíces ideológicas en la Ilustración, y ésta no puede explicarse sin el Humanismo y la Reforma (protestante y católica). En el mundo musulmán no ha habido ninguna reforma religiosa semejante a la que vivió la cristiandad en el siglo XVI, ni hubo guerras de religión, ni por supuesto se instauró nunca un principio como el “cuyus regio, eius religio” que, si hoy parece excluyente y falto de tolerancia, al homogeneizar religiosa y culturalmente a las poblaciones en el interior de los reinos y principados, fue el que consolidó el triunfo de los Estados Nacionales. El racionalismo, la Ciencia Moderna y la Ilustración pondrían patas arriba el entramado ideológico del Antiguo Régimen, y harían posible la igualdad civil, la división de poderes, el parlamentarismo y el constitucionalismo.

No fueron sólo las ideas, Europa vive en el siglo XVIII el proceso de la Revolución Industrial, entendida ésta en un sentido amplio, como el conjunto de cambios económicos y sociales que ocurridos en aquel siglo en Inglaterra y en el siguiente en Europa occidental. De todos estos cambios, uno fue de enorme trascendencia: la revolución demográfica. Tuvo origen en la desaparición de la mortalidad catastrófica primero, la reducción de la mortalidad ordinaria después, mientras que las tasas de natalidad se mantenían altas. El crecimiento vegetativo, por ello, fue espectacular: Europa se llenó de jóvenes. En algunos países, como Inglaterra, la temprana industrialización en el siglo XVIII permitió encuadrar a los campesinos expulsados de sus tierras o a las nuevas cohortes de jóvenes en las fábricas; en otros, como en Francia nutrirían las filas revolucionarias o las tropas de los ejércitos napoleónicos, también las de sus adversarios.

La demografía fue, por tanto, una de las razones de la conflictividad europea que puso fin al Antiguo Régimen. En los países en los que la Revolución demográfica se retrasó, como España, sus consecuencias se verían más tarde, en la Guerra Civil. En la Europa de las revoluciones liberales y nacionalistas el papel de los jóvenes fue determinante. Tras ese proceso, que culmina entre 1848 y 1870, la violencia se canalizó de diversos modos. Muchos jóvenes encontraron trabajo en la industria -en donde surgiría otro movimiento, el obrero, y otras luchas-; otros fueron enrolados en los ejércitos que colonizarían África y Asia (Cecil Rhodes, el colonialista que dio nombre a Rodesia, explicaría muy bien cómo el descontento social de los barrios pobres londinenses encontraría una válvula de escape en el colonialismo); y muchísimos emigrarían hacia América, Australia o Nueva Zelanda (50 millones de europeos en la segunda mitad del siglo XIX encontrarían allí trabajo).

Lo que está ocurriendo en los países árabes creo que debe explicarse a partir de estas dos coordenadas: el crecimiento demográfico y la crisis económica, pero por ese orden. Algunos comentaristas tienden a explicar los disturbios como consecuencia de la crisis económica y sus consecuencias: paro, pobreza, desigualdades, corrupción, etc. Pero estas lacras ocurren en otros muchos países, por ejemplo en España, y no se han producido movimientos semejantes, aunque haya lógicamente descontentos (la mayoría personas mayores porque aquí no hay jóvenes, falta el sujeto revolucionario o, al menos, la carne de cañón que otros ponen delante para lograr sus fines). La razón de todas aquellas protestas se encuentra en los profundos cambios demográficos que se han producido en el mundo árabe en este último medio siglo, como ha puesto de manifiesto Rickard Sandell recientemente.

En cincuenta años, la población árabe ha pasado de 170 millones a 450 millones de habitantes. Este hecho se explica no tanto por una elevada natalidad como por un descenso muy acusado de la mortalidad, como consecuencia de las mejoras sanitarias y una mayor esperanza de vida, de 50 a 70 años. También ha habido un descenso en la fecundidad de 7 niños por mujer a sólo 2,5 (en España ésta es de 1,6 niños/mujer); pero estos dos hechos no han coincidido totalmente en el tiempo, lo ha dado lugar a un crecimiento vegetativo muy alto durante muchos años (del 30‰), provocado una verdadera explosión demográfica, cuyo punto álgido se encuentra en el año 1985. Quiere esto decir que el porcentaje de jóvenes entre 25 a 35 años es superior al 25% de la población, e incluso que los jóvenes entre 20 y 30 años son realmente el grupo dominante. Los que estos últimos años hemos viajado por esos países (yo, por ejemplo, he visitado Túnez, Jordania, Palestina, Turquía) podemos dar testimonio de ello.

Es en esta demografía galopante en donde se ha de enmarcar el segundo problema, el de la crisis económica. Aunque estos países no hubieran padecido ninguna crisis, su problema no tendría tampoco solución, pues todos los años llegan a la edad laboral unos 6 millones de potenciales trabajadores que no pueden ser absorbidos de ninguna manera por el mercado laboral, ni siquiera la mitad encontraría trabajo en tiempos normales. Esta enorme cantidad de jóvenes explica la diáspora por todos los medios disponibles, casi siempre precarios como las pateras, con destino a Europa en los años anteriores a la crisis. Ésta ha cerrado esa puerta, pues Europa sufre también una tasa de paro inusitadamente alta (en España superior al 26%). La falta de trabajo y, sobre todo, de expectativas de encontrarlo, es decir un mundo sin esperanzas, es lo que está detrás de todas estas protestas.

¿Qué salida hay? Los jóvenes que se levantaron contra esos regímenes gerontocráticos y corruptos esperaban que con los cambios de gobierno, e incluso de régimen, la situación mejoraría, pero no ha habido tal. No se trataba de una lucha por la democracia sino por el pan, y los cambios no han traído pan, ni trabajo, ni igualdad. En la mayor parte de los casos, la novedad ha sido la llegada al poder de grupos islamistas, que intentan imponer la sharia como remedio para los males. Por eso estamos asistiendo a una segunda fase, que ha empezado en Túnez nuevamente tras el asesinato de Chokri Belaid el pasado 6 de febrero. ¿Se trata de una alternativa democrática para poner fin a regímenes autoritarios, integristas e implantar la democracia? No parece, al menos durante un tiempo, que sea así. No tienen fuerza suficiente. La democracia, es decir los votos, refuerza el poder los islamistas, como ya ocurriera en Argelia hace años. Occidente no ha sabido o ha temido prestar un apoyo mayor a estos pequeños grupos, tampoco ha puesto sobre la mesa recursos para reducir el paro.

Los grupos integristas no sólo pueden jugar la baza populista de echar la culpa a occidente, también realizan una importante labor social, como vienen haciendo por cierto los Hermanos Musulmanes desde hace mucho tiempo. En países donde no existe una cobertura estatal amplia en asuntos educativos, sanitarios o de asistencia social, los grupos más integristas, con el apoyo del salafismo que difunde Arabia Saudí, cuentan con más recursos y redes de ayuda que llegan a mucha gente necesitada, que los ven como su último recurso en una época tan dura. Quizá no sea la religión como tal pero si lo que estos grupos religiosos prestan como ayuda lo que atrae a esas masas. Creo por ello, que la primavera árabe va a traer un invierno islamista, cuya duración dependerá de la crisis.