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Las mujeres de la mina del municipio de Igüeña

Teresa, Merencia, Celia, Olvido y Arselina representan a las mujeres que desempeñaron trabajos en las explotaciones mineras de la zona durante el siglo XX
Teresa, Merencia, Celia, Olvido y Arselina, las mujeres de la mina de Igüeña
Teresa, Merencia, Celia, Olvido y Arselina, las mujeres de la mina de Igüeña. / QUINITO

Teresa García, Merencia Fernández, Celia Crespo, Olvido Martínez y Arselina Álvarez son una pequeña representación de las mujeres que, durante décadas, trabajaron en las explotaciones mineras del municipio de Igüeña. Los lavaderos de carbón de Espina de Tremor, Pobladura de las Regueras y Tremor de Arriba eran los lugares de trabajo de estas mujeres, que a lo largo del siglo XX desempeñaron una labor dura y poco agradecida, que en ocasiones pasaba de madres a hijas y hermanas, para llevar a casa un escaso jornal.

Reunidas años después en la Casa de la Cultura de Tremor de Arriba, estas cinco mujeres rememoran cómo fueron aquellos “tiempos difíciles”, en los que entraron a trabajar siendo todavía adolescentes e incluso, en algún caso, “retocando” el carné de identidad para que su corta edad no fuera problema para acceder al puesto.

“Había que comer”, recuerda Merencia, “eran trabajos muy duros porque era todo a pala, pero se ganaba un jornal y estabas contenta”. Su labor consistía en cribar el carbón, es decir, separar la pizarra y las piedras que llegaban en las tolvas junto al mineral “sin guantes y sin nada, con la piedra mojada o con nieve”. Además, añade Teresa, “si no tiraba la línea, había que palear el carbón”. Incluso, alguna vez, les tocó entrar en la mina: “Alguna vez, a buscar los vagones hasta donde estaba el picador, no era mucho, 30 metros, pero era un trozo”. “Teníamos la categoría de cribadoras, pero hacíamos lo que tocaba: palear, subir madera al hombro…”.

Antes de ponerse a trabajar, llegar a la mina tampoco era tarea fácil: “Los inviernos no eran como los de ahora, nevaba en noviembre o antes y hasta marzo. Algunas venían caminando en madreñas desde Espina hasta Tremor, cuatro o cinco kilómetros. Las mojaduras las secabas en las costillas, te arrimabas al bidón encendido pero la humedad quedaba”. “Una vez me quemé el vestido así”, recuerda entre risas Celia.

La dureza del trabajo quedaba parcialmente compensada al recibir el salario: “Yo cobraba 31,50 pesetas al día, unas 700 pesetas al mes. Daba para comprar en el economato y aún quedaba algo para otras cosas”, aunque tampoco había mucho donde elegir: “Ahora comes casi lo que se antoja y antes aunque quisieras, no había. Pan y tocino y gracias, porque se criaban en casa”.

Y tras una semana de duro trabajo -”sólo se descansaba los domingos y alguno había que ir unas horas para que no se parara la producción”- llegaba el momento de desconectar, como recuerda Arselina: “Cuando terminabas el trabajo ibas para casa a ayudar, pero con la ilusión de que llegara el domingo para ir al baile por la tarde. Si me quitaban el baile era como una puñalada, porque no tenías otra diversión”.

Teresa, Merencia, Celia, Olvido y Arselina, las mujeres de la mina de Igüeña. / QUINITO

Trabajar hasta el matrimonio

En aquella España de los años 40, 50 o 60, incluso ya entrados los 70, el trabajo de las mujeres duraba hasta que llegaba el matrimonio. Nuestras cinco protagonistas abandonaron la mina cuando se casaron, tras cinco, siete o, en el mejor de los casos, doce años en el tajo, pero no perdieron la conexión con la mina, ya que todas son hijas, esposas o madres de mineros.

Esa circunstancia también hizo que vivieran en primera persona el final de la minería en el Bierzo, una época en la que “se pasó mal. Nosotras ya no trabajábamos cuando llegó el cierre, pero la familia sí y se pasó fatal. Se perdió todo lo que había y se notó hasta en Ponferrada, porque esto es una cadena”. Ahora, lamentan, “el carbón viene de fuera y es malo y caro”.

Celia y Merencia. / QUINITO

El cambio de Igüeña

El final de la minería fue también el final de una época para el municipio de Igüeña y la ribera del río Tremor. Las cinco protagonistas de este reportaje recuerdan que “antes había una actividad aquí fuera de lo normal, llegó a haber cuatro o cinco mil habitantes y 32 bares a la vez. Había tiendas que vendían de todo, desde muebles hasta ropa y calzado, y ahora en Pobladura no hay ni tienda”.

Pero lo que más echan en falta son los servicios públicos: “El médico viene una vez a la semana y a urgencias tenemos que ir a Bembibre. Hasta la pandemia teníamos médico todos los días, pero desde entonces se descacharró la sanidad”, lamentan.

En cualquier caso, curtidas como están en mil batallas, lo llevan con resignación: “Ahora estamos bien, tenemos una paga, lo malo es que tenemos los huesos hechos una mierda”, ríe Celia, “pero no hay queja”. “En estos pueblos se está muy tranquilo”, asegura Olvido.

Donde no se acaban de poner de acuerdo es en si volverían a trabajar en la mina: “Si estuviera bien e hiciera falta, sí volvería”, afirma Arselina, pero Teresa es contundente: “Yo no vuelvo, me las hicieron pasar muy mal. Subíamos traviesas para la vía y los hombres llevaban dos y a mí me hacían subir tres, o me llenaban tanto la tolva que no podía moverla y ellos ahí mirando”.

Teresa, Olvido y Arselina. / QUINITO
Teresa, Merencia, Celia, Olvido y Arselina, las mujeres de la mina de Igüeña. / QUINITO
Teresa, Merencia, Celia, Olvido y Arselina, las mujeres de la mina de Igüeña. / QUINITO

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