PREMIOS MUJER 2024

Partitocracia y corrupción

La corrupción es tan antigua como el hombre por lo que no deberíamos, como fariseos, rasgarnos las vestiduras tan ostentosamente, como hacen ciertos tertulianos. Tampoco es una lacra que afecte exclusivamente a los políticos, porque sabemos perfectamente que muchos individuos particulares son corruptos en sus profesiones, engañan a sus clientes, aceptan dinero o beneficios, no necesariamente crematísticos, que no justifica su trabajo. Por supuesto no vamos a hablar de los que se benefician blanqueando dinero, vendiendo drogas y pornografía, prostituyendo a chicas o menores, traficando con armas y órganos, etc. Todo esto atañe a personas concretas, aunque actúan muchas veces en mafias y grupos organizados; pero sobre todo deriva de una ausencia de una ética personal que infunda valores morales sobre lo que es bueno y lo que es malo, y de lugar a conductas que se sustenten sobre valores de honradez y, honestidad.

Hay otra corrupción grave, con implicaciones sociales o colectivas, en nuestra relación con el fisco. Por ejemplo los que defraudan a Hacienda, porque no contribuyen con lo que les corresponde, dañan al Estado y al bien común; no son solidarios. Siempre me ha extrañado que en España no llegue al 5%, es decir menos de 800.000 declarantes de los más de 18 millones, los que declaran rentas anuales superiores a 60.000 euros. Esto no se lo cree nadie; muchos trabajadores declaran rentas más altas que empresarios y comerciantes; la evasión fiscal es enorme. Los ricos de verdad encuentran múltiples medios para no hacerlo, paraísos fiscales, sycac, donaciones que desgravan, etc. También es corrupción social el trabajo sumergido, no sólo por las condiciones de trabajo, sino porque defraudan a todos, compiten deslealmente con los que pagan, no contribuyen a la Seguridad Social. El trabajo sumergido es muy grande en España, como todo el mundo sabe. En estos casos hablamos de la ausencia de una ética social, porque los que deberían de dar ejemplo, no son un buen ejemplo a seguir.

Todo esto es terrible pero su efecto visible es menos dramático y corrosivo que la corrupción política y sindical porque ésta, cuando alcanza los elevados niveles de nuestro país, erosiona la confianza en el sistema político, provoca inseguridad jurídica y desigualdad, crea alarma social y provoca la ira justificada de los millones de personas que se encuentran en el paro por la crisis. No sé si el puesto de España en el ranking mundial de la corrupción es muy elevado o no (parece que en Europa occidental sólo nos superan Italia, Grecia y Portugal), lo que es indiscutible es que desde hace algún tiempo los periódicos llenan sus páginas con casos flagrantes de corrupción, que afectan a todos los partidos y, lo que es más grave, a todos los niveles de la Administración: desde el municipal a los gobiernos autonómicos y al gobierno central, que también está en el ojo del huracán, e incluso a miembros de la casa real.

Las causas para una práctica tan extendida son múltiples: desde la laxitud y relativismo de los valores morales a la pedestre filosofía de que no hay ratones buenos ni malos, pues lo que importa es que cacen ratones, que dijo Felipe González; o la proclama de Carlos Solchaga: ¡enriqueceos!. Luego vino una época de especulación inmobiliaria y abundancia de dinero en el que parecía hacerse realidad aquello de ¡maricón, el último!. Muchas instituciones lograron financiarse con privatizaciones de servicios, recalificaciones de terrenos, etc., que no siempre iban a tales instituciones -léase ayuntamientos y Comunidades Autónomas- sino a manos de algunos listillos, que se les quedaba pegado entre los dedos. También los partidos políticos y sindicatos, en lugar de financiarse de sus afiliados, lo hicieron de fondos públicos y privados. La opacidad de esta financiación es una de las puertas a la corrupción.

Todo esto son razones ciertas, pero si en una jerarquización de las mismas tuviera que decidirme por la que creo que más incidencia ha tenido en todo este proceso, me inclinaría por el actual Sistema de Partidos, tan espendolado y sin frenos. Los partidos políticos nacieron en el siglo XVIII como organizaciones privadas, sociales pero privadas como otras muchas de carácter cultural o recreativo; el sistema político no se sustentaba en ellas. Los regímenes constitucionales del XIX tampoco, ni siquiera las Constituciones los incluían como elementos del Estado, porque sólo formaban parte de la sociedad civil. Fueron los sistemas parlamentarios quienes los convirtieron en la clave del sistema político; y evidentemente lo son en democracia, como sostiene Kelsen y otros tratadistas, aunque algún politólogo, como C. Schmitt, son de este parecer.

El sistema democrático no puede funcionar sin partidos políticos y, por ello, parece lógico que formen parte de la estructura del Estado. Como escribe García Pelayo en El Estado de partidos: “la democracia de nuestro tiempo es necesariamente una democracia de partidos, (por tanto) parece que el Estado democrático debe configurarse como un Estado de partidos, en razón de que sólo éstos pueden proporcionar al sistema estatal los inputs capaces de configurarlo democráticamente, tales como la movilización electoral de la población, el ascenso al Estado de las orientaciones políticas y de las demandas sociales debidamente sistematizadas para proporcionarle tanto los correspondientes programas de acción política, como las personas destinadas a ser titulares o portadores de los órganos políticos estatales”.

Esto es indudable, pero los partidos deben de tener límites y no caer en la partitocracia, que es lo que ha ocurrido en el siglo XX, donde tales límites han desaparecido o se han oscurecido. Más que de democracia hay que hablar de partitocracia. Los partidos no son ya el elemento que pone en contacto a la sociedad con el Estado, sino estructuras endogámicas que lo fagocitan todo, hasta el punto de que, en gran parte, han hecho desaparecer la división de poderes de Montesquieu. Los jueces, por ejemplo en nuestro país, son nombrados por los políticos, mediante componendas y disputas entre ellos, para ocupar los órganos más importantes del poder judicial y de los altos tribunales, como el Constitucional. Así en lugar de jueces, sin más, se apellidan de conservadores y progresistas, que no son más que eufemismos para no hablar de jueces del PP, PSOE, CiU y PNV. Su desprestigio ha seguido el mismo camino que el de los políticos, incluso más porque se les ve como testaferros de aquéllos.

En España, además, el enorme poder alcanzado por los partidos políticos deriva de nuestra peculiar historia en la segunda mitad del siglo XX. Me refiero al entrismo que caracterizó, especialmente en algunos partidos de la izquierda, la lucha contra el franquismo, no ya en el sentido gramsciano de conquistar la hegemonía en la sociedad civil, como de controlarla y manipularla. La táctica usada y justificada en aquellos tiempos de clandestinidad de entrar y controlar las organizaciones sociales, desde los sindicatos a las asociaciones de vecinos, para hacer política desde ellas, se mantuvo y aún se mantiene. Esto hizo de esas organizaciones correas de transmisión de los partidos, lo que llevó a mucha gente válida a abandonarlas al sentirse, ya en la democracia, manipulados. Hoy no representan a la sociedad civil y ésta no tiene verdaderamente cauces, a no ser estos movimientos antisistema surgidos con la crisis, como el 15-M.

Los partidos lo ocupan todo y aquí está la otra clave de la corrupción. De ser una parte del sistema se han convertido en un todo. No necesitan de muchos afiliados, sino de gente sumisa. Esto se ha logrado con la profesionalización de la vida política. Hay muchos políticos cuyo único trabajo conocido es la militancia y los cargos públicos que ésta les ha dado. No cuentan con otra profesión, muchas veces ni siquiera con estudios o una preparación suficiente. La degradación ha sido manifiesta y esto explica el desprestigio social al que ha llegado, pero también sus características, que Klaus von Beyme estudia en su libro La clase política en el Estado de partidos: la asimilación de la extracción social y del estilo de vida (son o pueden ser indistintamente de uno u otro partido sin caérseles los anillos), los privilegios y dietas, la profesionalización, la comercialización de las campañas electorales y el interés común de asegurarse la financiación pública, el vivir de lo público.