Nos toca vivir unos tiempos en los que se vienen dando fenómenos que asombran por su anacronismo; y remarco el concepto de “anacrónico”, por dejarlo bien claro, en su acepción de “algo propio o característico del pasado que se da en la actualidad”. Quienes conocen mis escritos y forma de pensar saben bien a lo que me refiero pero quiero hacer hincapié ahora en la nauseabunda y sutilmente velada ausencia de libertad de expresión que se ha instalado en nuestra sociedad. La situación es tanto más sorprendente, si cabe, porque esa limitación no viene impuesta por estamentos oficiales, como en un pasado de infausto recuerdo, ni por la prensa o medios de comunicación más significativos sino de las auténticas jaurías lapidadoras que pululan por las redes sociales y masacran a todo el que piensa distinto. De tal suerte, las redes se han constituido en el Coliseo moderno donde podemos contemplar, a nivel virtual, las mismas atrocidades que en aquel foro se daban a nivel real y, si salimos a la palestra, debemos entonar con todo rigor el “morituri te salutant” para esperar, con cierta inquietud, hacia dónde apunta el pulgar del emperador sometido a las masas sedientas de sangre. Digo lo anterior porque con este artículo me meto en un jardín, en el que vengo resistiéndome a entrar, y me meto no ya por cuestiones ideológicas sino porque mucho de lo leído y presenciado atenta directamente contra un ámbito de trabajo que me es conocido.
Hasta hace unos años, cuando no se ganaban mundiales ni al futbolín, España era el país de los seleccionadores nacionales de fútbol, todos llevábamos un seleccionador dentro que enmendaba la plana al que ocupaba oficialmente el cargo y todos teníamos claro los jugadores a seleccionar y las tácticas correctas para ganarlo todo. Ahora ya no, ahora España es el país de los jueces; todo el mundo, lego o no, lleva un juez dentro que sabe juzgar y sentenciar en base a sus criterios personales sin conocer el caso concreto más que por noticias cocinadas y sensacionalistas que nos embrutecen cada día.
Siendo así, no sé por qué existen unos profesionales que han estudiado Derecho y han ganado unas oposiciones para ser jueces, fedatarios públicos, fiscales, abogados, procuradores, peritos judiciales, inspectores de policía, médicos forenses o miembros de cualquier otra profesión relativa al Derecho; no sé para qué sirve el sistema judicial más garantista de la historia hasta la fecha ni todas las normas, leyes y mecanismos que lo articulan; y, por fin, tampoco sé para qué todos estos sujetos del Derecho se toman la molestia de hacerse con pruebas, tomar declaraciones, analizar médica y psicológicamente a las víctimas y a los presuntos autores del delito y demás diligencias encaminadas a impartir justicia. Si total ya están las redes sociales, rebosantes de gente que tienen “base y formación sobrada”, para emitir sentencias de culpabilidad o de inocencia y que se permiten el lujo, además, de dudar del sistema judicial. Lo que salpica a Astorga últimamente, poniéndola en un candelero profundamente nocivo, me ha parecido particularmente curioso porque claro, que los nazi-onalistas catalanes duden del sistema judicial, estando preventivamente encarcelados sus líderes por rebeldía, me parece lógico dentro de su enloquecida lógica; que los populistas duden del sistema, cuando encarcelan a tipos como Lanza o cuando asaltantes de caminos como Sánchez Gordillo se extrañan de que les caiga el peso de la Ley, también me parece normal dentro de esa “normalidad anormal” que vivimos; pero que ciudadanos de a pie, por su amistad o enemistad con una persona la sentencien como inocente o culpable y carguen contra el sistema por las medidas adoptadas me parece ya excesivo.
¿Estas afirmaciones constituyen un apoyo a unos u otros? En modo alguno porque considero que ambas partes se exceden totalmente con sus ardorosas sentencias de culpabilidad o de inocencia. Estoy plenamente identificado, sin embargo, con un puñado de tertulianos de las redes sociales cuyas opiniones sobre el tema me parecieron meridianamente acertadas; y, en concreto, muy acertadas las de Sonia Quintans (“Yo no defiendo a nadie porque no sé realmente lo que pasó pero, digo yo, si la chica fuera vuestra amiga qué diríais…”) y las de Marcos Recio (“Yo lo único que sé es que una niña de 15 años estuvo en un piso con tres chicos y no sé más, lo demás son conjeturas. Por eso ni la juzgo a ella ni a ellos, para eso está el juez…”).
Efectivamente se exceden quienes, llevados por connotaciones políticas de corte feminista y/o populista, se lanzan a emitir sentencias condenatorias contra los implicados porque la justicia nunca debe basarse en condicionantes de tipo político o ideológico como tampoco en casos semejantes que nos hayan indignado previamente. No se exceden menos quienes sentencian inocencia por motivos de amistad o de confianza y no solo porque la justicia tampoco puede basarse en tales motivos sino porque no hay ser humano que pueda poner la mano en el fuego por otro, sin lugar a la duda, ante la posible comisión de un delito en base a su conocimiento previo del investigado pues están documentados miles, millones de delitos execrables cometidos por personas que antes bien podían haber sido canonizadas. Para ilustrar, a mayor abundamiento, lo subjetivo de esta vorágine de opiniones parciales basadas solo en conjeturas, he leído a gente que se lanza a la defensa ardorosa de los detenidos influenciados claramente porque tienen hijos varones como asimismo otras afirmaciones radicalmente condenatorias de quienes solo tienen hijas; me parece un escándalo juzgar tan a la ligera y por condicionantes tan subjetivos como los personales.
La justicia tiene mecanismos bastantes y personas sobradamente preparadas para juzgar y sentenciar con garantías; como también es capaz de determinar, de forma cabal, las medidas cautelares que deban aplicarse con cada persona, entre las que se incluye la prisión preventiva con o sin fianza. Es evidente que ni la justicia, ni nada relacionado con el ser humano, es infalible al cien por cien pero eso no debe ser óbice para ponerla en entredicho y pretender una sociedad en la que juzguemos y actuemos con arreglo a nuestros subjetivos impulsos personales, eso sí que sería la jungla y sí que sería injusto. En su consecuencia, como bien dice Recio, dejemos que el sistema judicial actúe y que un juez sentencie y no nos metamos en camisas de once varas… “zapatero a tus zapatos”.
Termino haciendo mención de algo que me parece aberrante y me deja perplejo cada vez que ocurre, mucho más aberrante aún que pretender dictar la culpabilidad o la inocencia siendo legos y no conociendo los entresijos del caso: las manifestaciones callejeras a favor o en contra. En casos como este, o ya antes en casos como el de los presos catalanes o de otros reos amigos del populismo, me pregunto qué es lo que se pretende con las manifestaciones públicas… ¿influenciar a los jueces en sus sentencias? No sé si realmente nos damos verdadera cuenta de la gravedad que supone intentar influenciar o intimidar a los jueces para que dicten sentencia a favor o en contra de algo o de alguien. La justicia, por definición, debe ser ciega, yo diría que también sorda pues debe estar amparada siempre por los principios de equidad e imparcialidad y nunca asentada en la visceralidad de las personas que se decantan de acuerdo con sus criterios particulares y reivindican cosas tan peligrosas como la supresión de las medidas cautelares o, como se insiste en este artículo, liberar o prender en base a nuestras simpatías. Dejemos de usurpar las funciones de las personas que han sido formadas para ejercer determinadas funciones y dediquémonos cada cual a la profesión para la que hemos sido formados: ni todos somos jueces ni todos somos seleccionadores de fútbol.