Hoy, 23 de mayo de 2019, mi madre habría cumplido 90 años. Pero ella murió hace ya mucho tiempo, en un accidente de tráfico, el 1 de agosto de 1993. Se cerraban así cuatro décadas de su vida en el Bierzo, donde vino al casarse con un hombre bueno y sentimental, que tenía un pequeño negocio con sus hermanos. Un hombre al que le apasionaba la lectura y que disfrutaba mucho viendo jugar a la Deportiva. Un hombre cristiano y adorador nocturno, algo muy curioso. Un hombre bueno, de una honradez a prueba de todas las bombas posibles. Un hombre que amaba la libertad de no tener jefes. De ir siempre a su aire.
Con ese hombre llamado Julio Rodríguez Gavela, se casó y vivió mi madre en el Bierzo. Donde aprendió a amar la pequeña y hermosa región,que pronto tuvo por propia. Aunque ella nunca dejó de ser y sentirse muy asturiana. De una Asturias de la infancia, la adolescencia y la primera juventud, que arraigó en su alma como un inagotable reino de alegría y verdor; de padres, hermanos y melancolía; de fiestas por los prados y de excursiones a las riberas de los ríos o el mar.
María del Milagro López Gavela apareció con 23 años recién cumplidos en la ciudad del carbón y los talleres ferruginosos. Del cine de los jueves y de las gambas a la gabardina los domingos en el bar Avenida. En la urbe que crecía tanto que casi doblaba la población cada decenio. En unreino de bercianos del monte, de gallegos del bosque, de zamoranos y castellanos, y de andaluces de Jaén que nunca fueron altivos, sino pobres, educados, laboriosos y alegres. Aquellas chicas de Sierra Morena que se colocaban de asistentas y que se pasaban el día trabajando y cantando. Como Rosa, como Carmela, como Lola. Todas con la música del acento del sur.
Ponferrada del tiempo de mi madre: directores de banco muy atildados, jueces, procuradores, abogados, médicos, gente que jugaba al tenis. Ingenieros en la cúpula social, sus mujeres enjoyadas, yJuan Benet escribiendo en el hotel Madrid.Y, alrededor, la gran masa de los obreros, los oficinistas, los comerciantes, los mendigos. Y la térmica, la MSP, las fundiciones. Y salir al campo la familia en cuanto mi padre tuvo un coche, muy pronto porque era el viajante de su negocio. Los domingos en Pereje, en el lago de Carucedo, en los encinares de Cubillos muy especialmente, en San Juan de la Mata. Así durante veinte largos años.
Mi madre amaba la naturaleza muy profundamente. La soledad, el silencio, los atardeceres, la risa, las fuentes. Y el humor grande que nos inculcó con su juego con el idioma, con su inagotable capacidad para inventar palabras, que siempre acababan siendo cómicas. Mi madre con su generosidad ilimitada, en todos los ámbitos, con todas las personas. Su entrega a quienes tenían menos que nosotros, clase media baja en declive ya en mis años adolescentes. Mi madre con su intuición y su serenidad. Su sencillez. Mi madre que acaso no le pedía mucho a la vida. Y que siempre tenía presente la muerte, sabía que podía venir en cualquier momento, nos lo decía. Pero no le daba miedo: era, incluso, acicate de su inmensa alegría, de sus sueños y de su amor a la luz y a la vida. Mi madre haciendo mil cosas, todas rápidamente, para poder luego ponerse a pintar óleos en la cocina, entrando el sol por la ventana. Preparando las exposiciones que hizo en diversas ciudades del Noroeste, como un personaje de los cuentos de Antonio Pereira.
Mi madre, que era bella, rubia, muy blanca de piel, divertida, optimista, siempre joven, siempre heterodoxa. Mi madre, que iba a misa. Al principio muy católica, y luego más bien como creyente en un misterioso “ser superior”. Y luego el tiempo de la madurez, cuando me decía que le quedaban treinta años por delante para hacer tantas cosas, después de haber tenido y criado a cinco hijos. Y las habría hecho, estoy seguro. Y las hace cada día en el corazón de quienes la quisimos, la conocimos, nos reímos tanto con ella. También en su casita de campo, liliputiense, que compró en Salas de los Barrios. Mi madre con sus temporadas en Valencia, donde vivían sus tres hijos varones. Con sus regresos a Asturias, con su hacer mucho con poco. Con su acento dulce, con su aura de libertad, bohemia y cariño.
Noventa años de Milagros, la mujer de Julio. Los padres de Carlos, Belén, Emma, David y César. Padres volando por el tiempo, habitando el corazón de tantas personas que los conocieron y quisieron. Yo siempre que voy a Ponferrada veo a mi madre;ella suele caminar por la plaza de Fernando Miranda y después se dirige por la calle Antolín López Peláez, rumbo a la plaza de Abastos. O a una tienda donde venden pinturas para óleo. Y siempre se encuentra con una amiga, con dos, con tres, y se cuentan el mundo, la vida, el tiempo, la lluvia y los hijos.
CÉSAR GAVELA
“Un hombre bueno, de una honradez a prueba de todas las bombas […] su entrega [se trata de su mujer] a quienes tenían menos que nosotros”. Reconforta que haya personas así. El final del artículo literario conmociona, emociona, enternece y convierte a Ponferrada en una Comala dulce.
Descanse en paz.
El cariño que muestras al recordarla te honra y nos ayuda a todos.
Te lo dice tu vecino del quinto derecha donde no llegaba a dar el sol en la cocina 🙂