V.Silván / Ical
141 años. Ese es el tiempo que duró el largo viaje de regreso desde Berlín de los restos del escritor romántico Enrique Gil y Carrasco, quien grabó su nombre en la historia de la literatura española con su novela histórica ‘El Señor de Bembibre’. Más de un siglo para traer de vuelta al autor villafranquino, con decenas de intentos que se perdían en un interminable y agotador laberinto de trámites burocráticos que concluyeron gracias a la insistencia y el empeño de un hombre, el que fuera embajador de España en la República Democrática de Alemania (RDA), Alonso Álvarez de Toledo.
Su papel es destacado por Luis Núñez, alcalde de Villafranca en el momento de la “repatriación” de Gil y Carrasco y, precisamente, el encargado “material” de recoger la caja con sus restos en el aeropuerto de Barajas de Madrid el 16 de mayo de 1987 y devolverlos a su pueblo natal, donde descansan desde entonces. “De repente llega a Berlín Este como embajador el primo de Marita Caro, la mujer de Cristóbal Halffter, y nos preguntó si estábamos interesados en recuperarlo, llevábamos así mucho tiempo y claro que queríamos, ahora parecía que era cuestión de un poco de dinero y papeleo”, apunta Núñez.
Pero esas serían las últimas líneas de una historia que comenzó el 22 de febrero de de 1846, con la muerte del escritor en la capital alemana, donde había llegado un par de años antes para cumplir una “imprecisa” labor diplomática encomendada por el Gobierno de Isabel II. Según relata el historiador Marcelo Macías, es nombrado “comisionado con carácter extraordinario, para recorrer los Estados del antiguo Cuerpo Germánico, y entra en la carrera diplomática con categoría de secretario de Legación y un sueldo de 40.000 reales”.
A su llegada entró rápidamente en contacto con la clase alta y la aristocracia berlinesa de la mano del barón de Humboldt -al que iba recomendado por el embajador español en París, Martínez de la Rosa-, que le introdujo en el círculo del mismísimo rey Federico Guillermo, en cuyas manos puso un ejemplar de ‘El Señor de Bembibre’, encuadernado en seda y cuya historia conmovió al monarca, que ordenó en ese momento ordenó que le trajeran un mapa del Bierzo “para ir siguiendo sobre él, paso a paso, la descripción de los lugares en que se desarrolla el argumento”.
Como la protagonista de su novela, doña Beatriz de Ossorio, Gil y Carrasco también enfermó de tuberculosis y a principios del verano de 1945 se agudizaron los síntomas, haciendo presagiar lo peor. “Una tos violenta mezclada con esputos de sangre me hizo guardar cama durante el mes de julio, hasta que los primeros días de agosto pasé a Silesia a tomar las aguas de Reinerz por consejo del médico y, por desgracia, lejos de encontrar alivio, he corrido allí un grave riesgo y sólo con infinito trabajo he podido volver a Berlín”, escribía el propio Enrique, que pidió permiso para viajar a Niza, huyendo del rigor del clima alemán y con la esperanza de reponerse. Le concedieron un permiso de cuatro meses, pero llegó demasiado tarde.
Gil y Carrasco se encontraba ya sin fuerzas y postrado en la cama de su casa en la céntrica calle Dorotheestrasse -lugar en el que el Ayuntamiento de Ponferrada colocó una placa conmemorativa-, donde como un personaje romántico más se resignó a la muerte en una insufrible agonía que acabó en el amanecer del domingo 22 de febrero de 1846. El escritor tenía tan sólo treinta años y su muerte pasó casi inadvertida en los medios políticos y literarios españoles. Apenas un puñado de amigos veló su cadáver y organizó su entierro en el cementerio católico de Santa Eduvigis, donde se alzó un sencillo monumento con la inscripción: “A don Enrique Gil y Carrasco, fallecido en 22 de febrero de 1846, su amigo José de Urbistondo”.
Intentos fallidos
Hace ahora 90 años, coincidiendo con la declaración del castillo de los Templarios como Monumento Nacional, la ciudad de Ponferrada acordó iniciar los trámites para traer los restos después de una velada literaria realizada en su honor en el teatro villafranquino, en la que Gómez Núñez, que había visitado su tumba en Berlín, Alberto L. Carvajal, Marcelo Macías y José María Goy ya querían repatriarlo y erigir un monumento en su nombre. Primer intento fallido. “Se dirigieron entonces al Marqués de Montevirgen, descendiente del Conde de Luna, que estaba de embajador de París pero que desechó la idea porque era carísimo repatriarlo”, explica el exalcalde de Villafranca, Luis Núñez, quien a mediados de los años 70 volvió a retomar esa iniciativa.
En esos años, Núñez inició de nuevo los trámites y se puso en contacto con el embajador de Berlín, que le envió el certificado de defunción de Gil y Carrasco y le dijo que era imposible recuperarlo porque el cementerio de Santa Eduvigis “estaba debajo del muro”. Fue entonces cuando desde París llegó una buena noticia. En 1978, a raíz de la publicación de un libro de Jean-Louis Picoche -estudioso del novelista berciano-, se localizaba el lugar donde podrían estar sus restos, negando versiones oficiales anteriores que situaban su féretro en una fosa común y a los pies del muro de Berlín.
“Picoche nos indicó que era mentira lo que afirmaba el embajador y que en Berlín había dos cementerios de Santa Eduvigis”, apostilla Núñez, que reconoció que en esa ocasión el intento también se quedó en eso, en un intento. No fue hasta la llegada de Alonso Álvarez de Toledo a la embajada española en Berlín Oriental, que Villafranca pudo conseguir su objetivo, a instancias de Marita Caro, que le escribió para que se intentara, una vez más, averiguar el paradero de los restos mortales de Gil y Carrasco. “Fue gracias a él, sin Álvarez de Toledo, que se lo tomó como un reto personal, no hubiera aparecido, otros habrían desistido porque en el lugar de su tumba se había enterrado a otra persona, un tal Reichensperger”, destaca.
Debajo de Reichensperger
Y es que nadie sabía que había pasado con los restos de Gil y Carrasco después de que en 1882 caducasen los derechos de sepultura pagados por su amigo Urbistondo, ya que falleció agobiado por las deudas que tuvo que contraer durante su enfermedad. Para pagarlas se sacaron a subasta sus libros, sus ropas y sus muebles y, aún así, quedaron pendientes 883 francos, que finalmente pagaría el gobierno español ocho años después. A ese respeto, Álvarez de Toledo escribe en ‘Un tranvía naranja y polvorín’, “me viene a la memoria la descripción del entierro del escritor, al que asistieron nada menos que el propio barón de Humboldt y el banquero Mendelssohn. ¿Sabrían estos adinerados personajes que Gil y Carrasco tuvo que vender sus libros para pagarse los medicamentos y la caja en que lo enterraban la había costeado su amigo Urbistondo?”.
Así, el embajador, siguiendo las indagaciones de Herr Weber y después de arreglar decenas de papeles y permisos, acudió una calurosa mañana de mayo de 1987 al lugar donde debería hallarse la tumba del escritor. “En una zona sombría y al pie de un pedestal de granito sobre el que se yergue una cruz negra de hierro forjado, alguien ha procedido a excavar, hasta una profundidad de un medio metro, el rectángulo preciso de la antigua tumba y sobre la base de piedra se lee una inscripción: Peter Wilhem Reichensperger 6-5-1851 22-2-1882”, cuenta Álvarez de Toledo. Tras varios minutos excavando y con solo aparecer el féretro de Reichensperger, el enterrador “dejó la pala en una esquina de la fosa que ya tenía la profundidad de su misma altura y con voz solemne dijo, mirando hacia arriba: Esta tierra no ha sido removida nunca. Es inútil continuar”.
Pero el embajador insistió e indicó al enterrador que escavara en un desnivel que se veía en una esquina al fondo de la fosa y, entonces, empezaron a aparecer huesos y las asas de otro ataúd. “El cráneo de Enrique Gil y Carrasco se conservaba intacto y la blanca dentadura nos sonreía con expresión de agradecimiento”, describe Álvarez de Toledo, que ahora tenía que organizar todo para que la caja con los restos pudieran volar de vuelta a España en una Alemana comunista y cuya burocracia le exigía ahora “la carta de invitación de un familiar” y no se la podía pedir a la familia Gil Robles, descendientes del hermano de Enrique, que vivián en Ponferrada, por lo que era de suponer que insistieran en que fuera enterrado allí y no en Villafranca. Solventado eso, era el momento del regreso.
Vuelo en Aeroflot
Todo estaba preparado para que los restos de Gil y Carrasco volaran a Madrid a través de la aerolínea comunista Aeroflot desde el aeropuerto de Berlín Este, coincidiendo con el día de San Isidro. Luis Núñez había salido en taxi desde Villafranca de madrugada para llegar al aeropuerto alrededor de las 9 de la mañana. Las indicaciones del embajador eran precisas, debía presentarse personalmente en la aduana de Barajas para cumplimentar los trámites de la “importación”. “Viajé sólo a Madrid, no vino nadie más del Ayuntamiento y estuvimos a un ‘tris’ de que ese día tampoco volvieran sus restos”, explica.
Aeroflot se negaba a aceptar la mercancía alegando un “impedimento burocrático”. “El embajador trató de ponerse en contacto conmigo para contarme el problema pero yo ya había salido hacia Madrid y entonces no había móviles”, precisa el excalde. Así, Álvarez de Toledo logró resolverlo utilizando el nombre del embajador soviético Boris Kotzemanov y arrancando al funcionario la promesa de que “antes de veinticuatro horas se trasladaría el envío a Madrid”. Y así fue. Gil y Carrasco estaba de nuevo en España, aunque aún quedaba un último inconveniente. “Era festivo y nos decían que no se podían sacar los cadáveres sin el forense, que no trabajaba hasta el día siguiente”, cuenta Núñez, que finalmente pudo solucionarlo con el certificado de defunción.
Con la caja de los restos en el maletero del taxi y guardado en el garaje del hotel, Gil y Carrasco hizo noche en Madrid. De esta manera, Núñez desmiente algunos rumores e historias que apuntaban a una ‘noche de fiesta’ con los restos del novelista. “Tonterías, a alguien algún día le dio por decir eso, que lo habíamos llevado por ahí, de paseo por Madrid, pero es falso”, apostilla el exalcalde, que al día siguiente trajo de vuelta por fin al hijo predilecto de Villafranca, que fue depositado en La Anunciada, provisionalmente en el panteón de los Marqueses de Villafranca, con idea de en un futuro hacer uno para hombre ilustres.
Pero ese no sería aún el definitivo descanso del escritor, que después fue trasladado a la iglesia de San Francisco. Tras ese largo viaje desde Berlín, Gil y Carrasco reposa ahora en un sepulcro de la capilla de San Ambrosio de Castro, ahora ya con una placa con su nombre y las fechas de muerte y nacimiento, del que el próximo año se cumple su bicentenario.