PREMIOS MUJER 2024

Los que vivimos

He omitido el entrecomillado en el titular porque quiero hacer mío el contenido objetivista de “We the living”, la primera novela de Alisa Zinóvievna Rosenbaum, esa mujer rusa de origen judío que más tarde triunfaría en los Estados Unidos y en todo el mundo como escritora y pensadora con el nombre de Ayn Rand.

Espíritu libre nacido en San Petersburgo en 1905, consigue a los 21 años zafarse del Estado totalitario soviético y viajar a los Estados Unidos para, diez años después, en su madurez recién adquirida, en 1936, escribir su primera novela, sobre la que hoy reflexiono, no sé muy bien por qué. O quizá sí.

De inteligencia extraordinaria y con objetivos vitales definidos desde muy niña, como manifestará pasados los años, Alisa recrea en “We the living” gran parte de su vida vivida en San Petersburgo en los tiempos primeros de la Revolución rusa. Sus personajes ruedan en la vorágine sin que se nos permita a los lectores alinearlos en buenos y malos o afectos y desafectos a ideales claramente contrapuestos. Por el contrario, es la vorágine la que configura personas que viven su propia vida y las separa de las demás que, a veces con estupor y las más con desconsuelo, asumen su no-vida como propia e inevitable.

(En este punto tengo que hacer un esfuerzo para no adentrarme en la visión política, económica y filosófica de Ayn Rand y sus consecuencias: objetivismo, individualismo, capitalismo, liberalismo, minarquismo, etc. No es el lugar ni el momento, que son los de la novela, y los lectores interesados seguro que disponen de otras vías para profundizar en ello.)

Kira Argounova es el “alter ego” de Alisa Zinóvievna y su vaivén vital la trama novelesca, por lo que voy a reproducir tres cortos  párrafos, uno del principio, otro hacia la mitad y el último del final, sin saltarme la norma de no destripar la obra para el caso de que al menos un lector que no la conozca se decida a leerla.

Casi al principio: “…Kira Argounova entraba en Petrogrado erguida, inmóvil, de pie junto a la puerta de un vagón de ganado con la elegante indiferencia del viajero de un trasatlántico de lujo. Llevaba un viejo vestido de color azul turquí, sus finas piernas bronceadas estaban desnudas, un raído pañuelo de seda le ceñía el cuello y un gorro de punto con una borla amarilla clara le protegía los cabellos. Su boca era serena, sus ojos ligeramente dilatados, su mirada incrédula, arrobada por la solemne espera, como la de un guerrero que va a entrar en una ciudad extranjera y no sabe todavía si va a hacerlo como conquistador o como prisionero…

Por el medio:

“ –Andrei, ¿no has pensado alguna vez que los que han arrastrado a los especuladores a hacer lo que hacen sois tú y tus compañeros, que les habéis dejado sin posibilidad de elegir otro medio de vida?

–Lo sé. Sin embargo, nosotros debíamos elevar a los hombres a nuestro nivel. Son ellos los que no quieren elevarse. Los hombres que nosotros guiamos no mejoran, sino que van bajando, bajando hasta un nivel que ninguna criatura humana había alcanzado jamás, y nosotros vamos lentamente poniéndonos a la misma altura. Vamos derrumbándonos como paredes viejas, uno detrás de otro. Kira, yo no he tenido nunca miedo y ahora lo tengo. Es un sentimiento raro: siento miedo de pensar…”

Casi al final: “…Kira, tendida en el suelo, en lo alto de una colina, miraba al cielo. Una mano blanca e inmóvil pendía sobre el barranco, y pequeñas gotas de sangre roja iban cayendo lentamente sobre la nieve. Sonrió. Sabía que iba a morir. Pero ya no le importaba. Había conocido algo que ninguna palabra humana hubiera podido expresar. Ahora lo sabía. Había esperado eso y ahora lo sentía como si ya hubiera llegado, como si ella lo hubiera vivido. La vida había existido, siquiera porque ella había sabido cómo debía ser…”

 

Nota: Puede acceder libremente a esta obra, como a otras muchas, en la web de HISPANIC AMERICAN CENTER FOR ECONOMIC RESEARCH (http://www.hacer.org/pdf/Rand03.pdf)