Tengo yo un chaleco ya un poco desvencijado, pieza interior de una zamarra “Pierre Cardin”, de color camel creo que se llama, que luce un vistoso pespunte horizontal al medio de los omoplatos y del que parten cinco todavía más vistosos pespuntes paralelos y verticales que terminan en una cinturilla extensible limitada por dos remaches de centímetro y medio de diámetro cada uno, de color broncíneo diría yo, y bien por encima de la cintura, que lo hacen, visto de espaldas, pieza única e inconfundible.
Se preguntarán ustedes a qué viene tamaña descripción de una pieza de vestir que no es carné de acceso a fiesta o acto alguno en que el protocolo la imponga, tal que la corbata o el chaqué por ejemplo, sino más bien algo cuyo uso va a depender del frío que haya que combatir, vistiéndola o no debajo de su zamarra.
Pues se equivocan si piensan que no viene a cuento porque en el mundo que nos toca vivir, cargado de cámaras, unas ocultas, otras a la vista, las más en las manos de casi todos los que deambulan por las calles –la mayoría de la población, sea esta urbanita, rural o de medio pelo–, incita a algunos a pensar que el poder reside en su dedo haciendo clic a hurtadillas y dando vuelo a su hurto al mundo mundial vía contactos, redes sociales, etc., convertido este –el hurto– en prueba irrefutable cuando no pasa de falsedad manifiesta –fake new lo llaman ahora–.
Y aquí es donde los pliegues de mi chaleco –o del de ustedes si es que alguno lo utiliza ahora que están de moda–, pueden convertirse en la prueba fehaciente que, llegado el caso, pueda sentar en el banquillo a aquellos dados al hurto con la inclinación malsana de convertirlo en arma arrojadiza.
Por cierto, mi extraordinario fondo de armario contiene dos chalecos: uno, el susodicho, y otro, un venerable Burberry, de lana y color azul oscuro, y de muy holgada sisa, inconfundible.
Mis lectores –que alguno tengo–, los más de fina inteligencia, sabrán valorar esta disquisición venida a cuento.
Juan M. Martínez Valdueza