A ese grito pasábamos los escolares por Valladolid cuando íbamos de excursión con el autobús del colegio. Qué sabíamos nosotros de aquellas cuitas históricas entre la vieja capital del reino y la nueva capital de la comunidad. Lo que teníamos claro es que éramos de León y León estaba primero. Ya con nuestros once añitos de vida vivíamos ese nacionalismo leonés que aquí sigue, que siempre ha estado, y que, como no, ahora vuelve a estar (un poquito) en boga. Es curioso como nos tira la tierra. Nos identificamos con el entorno en el cual nacemos y establecemos un vínculo con él que nos acompaña durante toda nuestra vida. A mis cuarenta y un años y más de veinte fuera de mi tierra, Laciana, siento que pertenezco a ella tanto como para anhelar desde hace mucho el pasar los últimos años de mi vida en algún terruño de mi pequeño valle, paseando por las montañas con mi perra, escribiendo historias en mi escritorio, con una taza de café humeante, la calefacción prendida y un manto blanco de nieve mirándome a través de la ventana. Me veo jugando la partida, ya entrado en canas, discutiendo por el envite a chica o el por qué no piqué a bastos. Me veo pagando una ronda mientras me como un pincho, vegetariano, por supuesto, y me veo hablando con los viejos amigos y con los que no los son, con toda esa gente con la que crecí jugando a las canicas, al fútbol, a la peonza, con la que algunas veces me pegué, y con aquellas chicas, hoy madres, mañana abuelas, a las a que, alguna vez, logré robar un beso inocente, tan inocente como éramos nosotros escondiéndonos por la vergüenza de ser vistos. Me veo con arrugas en la frente y con aún más arrugas en el corazón, caminando con ayuda de un bastón por la carretera que sube a la plaza, con el pico castro presidiendo mi diario peregrinaje a lo largo de ese pueblo que me vio nacer. Así me veo yo con Laciana, como madre e hijo, unidos por y para siempre, con la esperanza viva en mi de poder devolverle el amor que me dio, como si fuera un eco eterno que resonara en sus montañas y bajase hasta el valle confundiéndose con el sonido de sus ríos. Este es mi nacionalismo y su bandera son las ramas de los árboles que crecen en la ribera del sil, y su himno es ese sonido que hacen las hojas cuando el viento les susurra al oído. No hay León, ni Pucela, no hay España ni tampoco Europa, lo que hay son trozos de tierra que nos vieron nacer, que nos acogieron y nos dieron refugio e identidad, que no es poco. Lo demás es artificio, ruido grotesco y cruel que nos separa de lo que verdaderamente es el sentimiento de pertenencia a un lugar. ¡Ay, mi querida Laciana! Entre tus brazos nací y entre esos mismos brazos voy a querer morir, como el hijo pródigo que regresa al regazo de su madre después de curtir su alma por los caminos que la vida le deparó. Cuando sea mi entierro y baje la procesión carretera abajo hasta el cementerio, los más viejos del lugar, algunos, no todos, soltarán una lagrimilla por Armando el del cafetín mientras fuman en corrillos y hablan en voz baja. Y así me iré, con la tierra de Laciana cubriendo mi ataúd a paletadas, de vuelta al regazo de mi madre, que me estará esperando con mi padre al lado, con las maletas preparadas para irnos a alguna estrella mientras esperamos a mi hermano. Y Laciana irá con nosotros, su tierra irá en mis venas, formará parte de mi cuerpo de luz “in aeternum”. No hay nacionalismo más bonito que ese.
¡León capital, Pucela sucursal!
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