Donde se encuentre hoy el señor Bonaparte supongo que dependerá de las creencias religiosas de cada uno o, lo que creo más probable, de su posición ideológica en relación con cuestiones nada menores como puedan ser los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad, que tanto valen para representar de forma sincopada los derechos humanos como para justificar las tropelías del corso o servir de estandarte al Gran Oriente de Francia o abanderar los anhelos del republicanismo socialista español, del pasado y del presente.
El señor Bonaparte dio buena muestra de su peculiar interpretación de estos fantásticos conceptos en sus correrías por una nada despreciable porción de Europa y sus extremos –nominación especial para España y Rusia–, siendo raro el día en este siglo XXI en que no aparezca en los medios de comunicación algún suelto referido a tal o cual patrimonio, archivo, monumento, infraestructura, profanación o simple salvajada llevada a cabo por las fuerzas libertadoras de Napoleón.
Como sorprendente contrapartida, estos mismos pueblos europeos –algunas de sus instituciones, existentes o creadas al efecto– se empeñan con énfasis en acrecentar la “grandeur” de este hombre al considerar timbre de gloria propia el paso de sus botas por sus violados caminos de antaño y sometiendo, al mismo tiempo, a su nombre, sus virtudes históricas, monumentales, gastronómicas, etc., etc.
Comprendo el interés económico que mueve estas iniciativas como su causa y justificación, pero no lo comparto, como pueden ver. Y no es cosa de hoy (véase “Año 2140: Hitler regresa a París”, en Astorga Digital, septiembre 2017), fecha en que empezó su recorrido al menos en nuestro ámbito más cercano, como son las tierras de Castilla y León. Tierras anchas en méritos e historia a los que bien se podía recurrir para su promoción en lugar de a su pasada, aunque corta, sumisión al señor Bonaparte, que en gloria o en cualquier otra parte esté.
De lo que no tengo duda es de que, bajo la quilla de su sombrero, lucirá una sonrisa de oreja a oreja al ver a los pueblos sometidos –siquiera muy temporalmente– echar los pelillos de sus muertos a la mar salada bien que algunos de estos se revuelvan –pero poco– en sus tumbas más de doscientos años después.
Y si usted piensa “Este hombre ¿qué dice?” hace bien. Hay que mirar al futuro. El pasado, nuestro pasado, no es más que el delirio de unos pocos nostálgicos que todavía no se han enterado –no nos hemos enterado– de que en realidad ese pasado, el de verdad, no es más que un cuento de hadas.
Juan M. Martínez Valdueza
26 de julio de 2021