La semana pasada, una sección de opinión de un periódico, esgrimiendo la libertad de expresión recogida en la Constitución española, aprovechaba para, una vez más, manipular a la opinión pública, confundirla, porque en realidad buscaba perjudicar a un personaje público a cambio de otros asuntos.
Pero a lo que íbamos. Ante la falta de una mínima talla, no humana, sino profesional y de intelecto del pequeño escrito insertado en el afamado libelo convertido en estilete, sirvan aquí algunas aclaraciones para nuestros lectores que no deben preocuparse de que en EBD se escriba al dictado de ningún poder o mano negra específica. Citas como: “la verdad os hará libres”, que tanto gustaba repetir a Juan Pablo II, o “no tengáis miedo” de Francisco, cobran fuerza y vigencia a los que padecen la extorsión de falsos “notarios de la actualidad”.
En primer lugar, hay que afirmar la libertad de expresión como derecho humano fundamental, inherente a la dignidad misma de toda persona humana. El respeto a la libertad de expresión no sólo constituye una exigencia moral fundamental, sino condición ineludible sine qua non, de una convivencia sociopolítica humana democrática, así como, también, del mismo progreso científico intelectual.
En la Constitución española, artículo 20), “se reconocen y protegen los derechos:
a) A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción.
b) A la producción y creación literaria, artística, científica y técnica.
c) A la libertad de cátedra.
d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión.
Pero el mismo precepto constitucional establece: “Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título (el I), en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y la infancia”.
No es difícil entender que, por la propia naturaleza de las cosas, el ejercicio de cualquier libertad tiene sus límites. Las leyes fijan tales límites y los criterios para juzgarlos ¿Debe prevalecer el derecho de quien ostenta un cargo público a su intimidad, o el derecho de los demás a informar y ser informados sobre circunstancias que, aunque sean privadas, pueden condicionar el ejercicio de las funciones públicas que esa persona ha de ejercer? Lo decidirá el juez. La cuestión, pues, no está en si la libertad de expresión tiene límites. Los tiene como cualquier otra libertad. La cuestión está en cuáles son esos límites y cómo se establecen.
Estoy seguro de que ninguno de los valores de los compañeros de profesión, otra cosa son los esbirros y mercenarios de esta bella vocación, incluyan el insultar, blasfemar, manipular y ofender de cualquier modo a alguna persona porque no se salen con la suya.