PREMIOS MUJER 2024

La Ley del Silencio

Los que sólo tienen una idea confusa y sesgada de la Inquisición española creen que la maldad de dicha institución se encuentra en los métodos violentos, en los tormentos y torturas que utilizaba con los condenados para obtener una confesión de culpabilidad. Falso. Tales métodos eran los mismos que utilizaban los tribunales civiles europeos por la misma época, y penas y condenas fueron generalmente más suaves que las dictadas por tribunales alemanes en casos de brujería, por ejemplo. Hasta la segunda mitad del siglo XVIII, con  la obra de Césare Beccaria –De los delitos y de las penas-, no hubo pronunciamientos públicos sobre la abolición de la tortura; y sólo Voltaire, por la misma época, teorizó el espíritu de tolerancia, aunque lo ejerció bien poco por cierto; pues sólo hay que leer su Diccionario filosófico para comprobar su escasa tolerancia hacia los que no comulgan con sus ideas, especialmente ese fue el caso de sus aceras críticas contra la Iglesia católica.

La verdadera perversión de la Inquisición no fue el rigor de sus métodos sino la práctica de la delación, porque con ella se creó una atmósfera irrespirable y un miedo irracional a expresar libremente opiniones sobre cualquier aspecto de la vida religiosa y civil. Cualquiera podía denunciar lo escuchado en una conversación privada e informal ante los agentes del Santo Oficio que, sin más preámbulos, incoaba un proceso de resultado incierto; pero que llevaba a uno directamente a prisión sin saber quién le acusaba ni el porqué. La consecuencia de esta atmósfera de delación y silencio fue muy grave para la convivencia, y aún más para la vida intelectual y el desarrollo de la ciencia. Nadie se atrevía a expresar libremente sus opiniones y, en muchos casos, ni siquiera a pensarlas por miedo, no fuera a ocurrir que se le escaparan en sueños.  Se impuso o se autoimpuso así una especie de ley del silencio.

El silencio, y no el hablar alto o desde el nivel del hombre como quiere León Felipe, es una de las características idiosincrásicas de los españoles. No la censura, que también se ha impuesto en muchos momentos de nuestra historia, por los poderes públicos o por algún partido político, sino la autocensura, el callarse para que no lo señalen a uno con el dedo o le coloquen un sambenito sobre sus espaldas. El sambenito no era sólo el distintivo de los conversos, sino de los que se consideraban diferentes, por ejemplo los judaizantes, cuya historia no desapareció con la expulsión de los judíos sino que continuó hasta el siglo XIX. El español es un pueblo que habla alto de lo anecdótico, que es juerguista y bullanguero; pero calla sobre lo importante, se muerde la lengua como se dice en expresión castiza.  Lo atenaza el qué dirán, tiene miedo a distinguirse del rebaño y a expresar ideas que choquen con los tópicos, con eso que ahora llaman el lenguaje políticamente correcto.

Hay regiones españolas donde el silencio es verdaderamente opresivo, como ocurre en el País Vasco y Cataluña. En ambos casos hay razones para el mismo. En el País Vasco porque expresar ideas contrarias al nacionalismo ha supuesto durante muchos años el que le señalen a uno con una diana, en la que luego otros hacen puntería con fuego real. Se trata de una región en la que el miedo ha sido, y aún lo es,  omnipresente, y en la que el silencio se ha convertido en una forma de vida incluso en el interior de las familias para poder mantener algún tipo de relación y no llegar a las manos. El auge del nacionalismo vasco se ha sustentado sobre el miedo, como se deduce de las cínicas palabras de Arzallus: unos tiran las piedras y otros recogen las nueces. Todo lo demás son cortinas de humo que ahogan todo el discurso nacionalista.

En Cataluña no se mata pero se persigue con saña, con multas o señalando con el dedo, a todos los que no se someten a la dictadura del nacionalismo identitario catalán: rotular en castellano, hablar en los patios de los colegios esta lengua, portar banderas españolas, oponerse al discurso independentista. Lo saben muy bien los pocos periodistas que se atreven a denunciarlo, sobre los que sobrevuela la amenaza, como si estuviéramos en una nueva caza de brujas maccartista (por el senador norteamericano McCarthy), de una demanda que, como informa la prensa esta semana, les ha puesto la Generalitat que gobierna Artur Mas o Mas Artur (masartismo) por ofender a Cataluña, demanda que un juzgado de Barcelona ha admitido. Denunciar las prácticas totalitarias del nacionalismo es ahora ofender a Cataluña porque, lógicamente, Cataluña son ellos y solo ellos. La sombra del nazismo es alargada y ya sabemos como acaba.

Esto es de sobra conocido y no necesita muchas más explicaciones. No es el silencio en esas citadas regiones el único que hay que denunciar, hay otro igualmente dañino, el que atenaza en toda España a los que discrepan del discurso dominante. Se trata de un discurso ideologizado que se caracteriza por el anticlericalismo en general y por la crítica a la Iglesia católica en particular, a la que se le achacan todos los males de nuestra sociedad, por oponerse a lo que tal discurso entiende por progreso, por ejemplo su defensa de la vida y su oposición al aborto y a la eutanasia, su negativa a reconocer la unión de los homosexuales como matrimonio, etc. Esto no es nuevo, viene de lejos y en nuestra historia ha causado miles de muertos en la Guerra Civil, asesinados por sus creencias religiosas más de 9.000 curas, monjas y laicos. Lo nuevo es el silencio de los católicos que, por miedo a que los señalen con el dedo, callan y se esconden. Algunos quieren imponer la ley del silencio, pero en muchos aún resuena las palabras de Juan Pablo II: ¡No tengáis miedo!.