El paso del tiempo ha condenado al olvido el rol que las mujeres pudieron desempeñar en la Guerra de las Comunidades. La mirada historiográfica se ha limitado tradicionalmente a analizar los movimientos políticos o militares para narrar los conflictos, pero la discriminación que sufrían las mujeres a comienzos del siglo XVI les impedía tener protagonismo en las altas esferas, más allá de la Corte.
“Cuando hablamos de participación en un conflicto, la gente espera encontrar a mujeres armadas, liderando ejércitos como Juana de Arco en la Guerra de los Cien Años, o defendiendo ciudades como Agustina de Aragón en Zaragoza. En la Guerra de las Comunidades, más allá de María Pacheco, no existe ese perfil. Para comprender la participación de las mujeres es preciso introducir una perspectiva de género en el estudio historiográfico”, subraya la investigadora y doctora en Historia por la Universidad de Valladolid Beatriz Majo Tomé, autora entre otras publicaciones de ‘Valladolid comunera’.
“Cuando los cronistas escriben, se centran en actividades típicamente masculinas: la guerra, los enfrentamientos de bandos o las luchas por el poder, que salvo que no haya varón son ejercidas siempre por hombres. Las mujeres tenían vetado el ejercicio de poder. No podían ser jueces o regidoras de una ciudad, pero sí podían denunciar y actuar ante un tribunal, defenderse o acusar a otros. Ahí, en la documentación judicial, es posible encontrar mucha información sobre el papel que pudieron jugar ellas”, relata a Ical la catedrática Isabel del Val, presidenta de honor de la Sociedad Española de Estudios Medievales.
Las dos coinciden en subrayar la necesidad de “volver a rastrear las fuentes y los archivos, leyendo los documentos con una nueva perspectiva y haciendo las preguntas adecuadas”. “Un texto escrito te responde a aquello que tú le preguntes, pero lo que no le preguntas no te lo va a responder. Hay que volver a leer esos documentos preguntándose por la presencia y por la acción de las mujeres. Será entonces cuando los documentos empiecen a hablarnos, ofreciendo información que los investigadores podamos hilvanar y planteando nuevas preguntas. Es una tarea que, afortunadamente, los historiadores e historiadoras ya están haciendo en este momento”, recalca Del Val.
Para Majo, es preciso ampliar el objeto de estudio más allá de los grandes dirigentes del movimiento, que han opacado incluso a figuras masculinas tan relevantes como Alonso de Vera en Valladolid, que no trascendió pese a haber sido “uno de los comuneros más recalcitrantes”. “Las mujeres no tenían el mismo protagonismo social que los hombres en esos años, pero igual que hubo mujeres que participaron en el bando realista, de las que se conserva mucha más información, también hubo mujeres anónimas que formaron parte del movimiento comunero y que sufrieron esa doble marginación, como mujeres y como integrantes del grupo popular de los derrotados, con lo cual sus acciones en muchos casos no aparecen recogidas en la documentación”, señala.
La propia documentación, apunta, condiciona el tipo de información que ha trascendido, puesto que “las mujeres del bando realista van a intentar ensalzar su implicación y participación, mientras que las mujeres vinculadas al bando comunero buscan minimizar esa implicación para reclamar que les devuelvan sus bienes o que se les dé un trato justo y no severo”.
La excepción de María Pacheco
En ese escenario emerge como gran excepción María Pacheco, ‘la leona de Castilla’, ‘el tizón del reino’, la viuda de Padilla, que fue ejecutado en Villalar el 24 de abril de 1521 junto a los otros dos líderes de la rebelión: Bravo y Maldonado. De ella escribió Joseph Pérez que ejerció cierta influencia para que su marido se uniera al movimiento comunero en abril de 1520, y ella fue la única mujer cuyo nombre aparecía en el listado de 293 exceptuados del perdón general promulgado por el emperador Carlos el 1 de noviembre de 1522 en la Plaza Mayor de Valladolid. Además, dos años después, durante su exilio en Portugal, fue juzgada en rebeldía y condenada a “pena de muerte e perdimiento e confiscación de todos sus bienes”. Ni siquiera su fallecimiento en 1531 alivió el rencor del emperador, que rechazó la petición de sus hermanos para trasladar sus restos desde la catedral de Oporto hasta Olmedo, para descansar junto a los de su esposo.
Como recuerda Del Val, María Pacheco “pertenecería a los Mendoza, uno de los grandes linajes nobiliarios del siglo XV, y era hija del segundo conde de Tendilla, que tenía un enorme poder en ese momento” (era virrey y capitán general de Granada). Además de su valor como guerrero, prosigue la investigadora, su padre era “un gran humanista” y en su Corte había muchos intelectuales, que a buen seguro influyeron en las ideas y formación de la joven.
Con catorce años se acordó su casamiento con Juan de Padilla, un hidalgo toledano de rango muy inferior al suyo, que sin embargo era sobrino del presidente del Consejo de Órdenes y comendador mayor de la Orden de Calatrava, es decir, “un alto cargo en el gobierno de la Corona de Castilla”.
Las fuentes mencionan poco a María Pacheco hasta la muerte de su marido. Constan sus enfrentamientos con el obispo Acuña tras la llegada de este a Toledo en marzo de 1521, pero después de la derrota de Villalar es ella quien organiza la resistencia comunera en ese área, asumiendo con mano de hierro el mando supremo en la ciudad (llegó a apuntar los cañones del alcázar contra sus propios ciudadanos).
Caído el alcázar en octubre de 1521, ella fortifica su casa y los disturbios se sucederían en la ciudad hasta el alzamiento de los realistas el 3 de febrero de 1522, cuando no tuvo más remedio que capitular y marchar al exilio, donde acabaría falleciendo, pese a los intentos vanos del emperador para que el rey Juan III la entregara.
Para Majo, María Pacheco fue una mujer “muy comprometida”, que “no eludía cuestiones políticas” y que suscitó un interés público desde el propio conflicto. Siglos después se recuperaría su figura, sobre todo en el primer tercio del XIX, con el liberalismo, cuando los diputados de Cádiz encuentran en Padilla, Bravo, y Maldonado, y también en María Pacheco, los símbolos que necesitan para sus intereses. “En María Pacheco, además, se encarna no solo ese mito liberal de la libertad y de la justicia, sino también la historia de amor con Padilla de una mujer que, ajusticiado su marido, defiende con ímpetu su legado, un relato que entronca a la perfección con el Romanticismo”, relata antes de señalar cómo, a lo largo de la historia, la figura de María Pacheco se ha retomado para “ensalzar determinados principios”, como puede suceder en estos momentos con la reivindicación del “empoderamiento femenino”.
Abarca y Coronel
Las otras dos viudas de los líderes comuneros, Ana Abarca y María Coronel, no tuvieron protagonismo militar, y ambas encarnan la compleja lucha que muchas mujeres del bando comunero tuvieron que afrontar tras la derrota para reclamar los bienes que les habían sido requisados tanto a ellas como a sus difuntos maridos o padres.
Ana Abarca era hija del catedrático de medicina Gabriel Álvarez Abarca, que fue médico de las reinas Isabel y Juana. Contrajo matrimonio con Francisco Maldonado, nieto de Rodrigo Maldonado de Talavera, catedrático de la Universidad de Salamanca que había sido miembro del Consejo Real desde 1480. Con la unión de ambos se enlazaban dos de los linajes principales de la ciudad de Salamanca.
Como recuerda la vicepresidenta de Alumni y catedrática de la Usal Marina Gordaliza, el ilustre agustino Fray Luis de León “mantenía una gran amistad con toda la familia Abarca y llegó a ser su albacea testamentario”. “De sus conversaciones y consejos surgió en Fray Luis la idea de escribir ‘La perfecta casada’”, un tratado sobre la conducta ideal de una mujer publicado originalmente en 1583, que para la investigadora María Eugenia Fernández Fraile es “una de las obras moralistas que más ha influido en el imaginario femenino español desde el renacimiento hasta nuestros días”.
Para el actor y director de la compañía Esfinge Teatro, Manuel Muñoz Berrocal, que en 2009 llevó a las tablas ‘La vida de Ana Abarca’, ella fue una mujer que “luchó tenazmente sin empuñar ningún tipo de arma que no fuera la palabra para recuperar el honor y la hacienda de una familia que, tras la muerte de su esposo, quedaba desposeída de todos sus privilegios”.
Como desgrana la historiadora Claudia Möller en su aportación al volumen colectivo ‘Mujeres en armas’, prologado por Isabel del Val, en vida Ana Abarca se vio obligada a litigar en varias ocasiones contra la todopoderosa Universidad de Salamanca y contra quienes, estando del lado del emperador (como la familia Anaya), intentaron apropiarse de algunos inmuebles “de su degollado marido; sobre todo para que pudieran permanece intactos hasta la mayoría de edad de su hijo, Rodrigo Maldonado”. “Lo tenía todo en contra: era una particular y además del bando derrotado, pero no se arredró y logró recuperar parte de sus bienes”, explica Del Val.
Por su parte, María Coronel era nieta de Abraham Seneor (“el judío más importante de toda la Corona”, en palabras del archivero e investigador Efrén de la Peña), convertido al cristianismo y bautizado por los Reyes Católicos como Fernán Pérez Coronel en el monasterio del Parral de Segovia en 1492. Además era hija de Íñigo López Coronel, preboste del movimiento comunero (fue tesorero general y contador de la Santa Junta de Tordesillas hasta finales de 1520). Ella se casó el 6 de agosto de 1519 en la localidad segoviana de Bernados con Juan Bravo, un hidalgo que había enviudado cuatro años atrás y que se convertiría tiempo después en el capitán comunero segoviano.
La muerte de Juan Bravo supuso para la mujer un cambio radical de su situación. Con dos hijos muy pequeños, en apenas un año ve morir a su esposo, su padre y madre, e incluso su hermana, a la vez que su patrimonio familiar le es arrebatado y otros miembros próximos de la familia también son condenados. A partir de entonces, luchará por la recuperación de los bienes incautados, centrando esfuerzos en los que pertenecían a la legítima de su madre y los que correspondían a su dote, alegando que ninguna de ellas había sido condenada. Tras contraer segundas nupcias con el converso Fadrique de Solís en 1525, logró recuperar en torno al 60 por ciento del resto de sus bienes, y en sus últimos años de vida se casó de nuevo, esta vez con Gonzalo de Tordesillas, regidor del Ayuntamiento de Segovia y tesorero del Alcázar, otro personaje directamente relacionado con los acontecimientos de las Comunidades de Castilla que era hijo del procurador Rodrigo de Tordesillas, que fue asesinado por la multitud segoviana.
Ángela Palafox, un caso singular
La vallisoletana Ángela Palafox, joyera de la reina Juana, ha sido una de las figuras “más llamativas” que Beatriz Majo Tomé se ha encontrado en su rastreo de las principales protagonistas femeninas en el conflicto comunero. “Ella se sale de esa línea de mujeres que, tras el conflicto, reclaman sus dotes o patrimonio. Es una mujer con una participación activa interesante desde la perspectiva historiográfica tradicional, no liderando ejércitos pero sí poniendo en juego su vida, en su caso al servicio realista. Su marido, Francisco de Castro, había abandonado la villa para enrolarse en las islas realistas, y durante los primeros meses del conflicto actuó como espía para el contestable de Castilla, uno de los líderes realistas”, desgrana.
Como recuerda la investigadora, tras la radicalización del movimiento en Valladolid, en noviembre de 1520 comienza a sufrir las iras comuneras, insultos y encarcelaciones hasta que, en enero de 1521, intenta abandonar la villa, si bien cuando huye hacia Tordesillas la interceptan y apresan, trasladándola de nuevo a Valladolid donde la interrogan. “La maltrataban de palabra e la prendieron en que estuvo presa nueve semanas e la traxieron por las calles arrastrándola e mesándola e le dieron tres cuchilladas”, recoge uno de los documentos hallados por ella en el Archivo de la Real Chancillería.
De acuerdo con el testimonio de la interesada, trató en varias ocasiones de manipular la artillería de la villa para boicotear los ataques comuneros. Además, la amenazaron con llevarla al frente de guerra para evitar que les atacasen usándola como “escudo en el campo de batalla”, conocedores de que su esposo estaba enrolado en el ejército realista.
La condesa de Monteagudo y la reina Juana
Para Majo, María de Mendoza y Pacheco, condesa de Monteagudo y hermana de María Pacheco, “es una figura muy interesante porque permite entender que el conflicto comunero no fue unidireccional ni tuvo una sola cara, sino que fue un movimiento poliédrico, que se puede contemplar desde muchos ángulos. Fue un conflicto religioso, pero también ideológico; en él participó la alta nobleza, pero también la baja nobleza, la oligarquía y el común… En él se entremezclaron infinidad de intereses”.
Como relata el investigador del CSIC Máximo Diago en ‘Mujeres en armas’, la hermana mayor de María Pacheco “compartió con ella un mismo afán por desempeñar un papel de primera fila en la escena política”. Se casó con Antonio de Mendoza, segundo conde de Monteagudo, señor de Almazán (Soria), un noble de mucho mayor rango que Juan de Padilla. Como recogen los escritos, él era un adúltero consumado y su mujer no encajaba en el estereotipo de esposa callada y doliente, sino que hacía valer su “fuerte carácter”, en palabras de Del Val, para enfrentarse a su marido.
Cuando el hombre marcha a Flandes en mayo de 1520 (permanecería allí tres años), ella pasa a desempeñar un papel más activo en el escenario político local. El conde dejó como gobernador a su hermano, en abierto enfrentamiento a ella, que se trasladó a Monteagudo. El clima se tensó y ella regresó a Almazán para relevarle. En noviembre de 1521, logra el respaldo de dos importantes nobles de Castilla y de Aragón, y el asalto a la fortaleza se saldó con el asesinato de un caballero llamado Juan Garcés, lo cual provocó la huida de la condesa por miedo a represalias, el regreso del conde de tierras flamencas y la posterior condena de ella.
Para el investigador, “María de Mendoza y María Pacheco ofrecen ejemplos de trayectorias en cierta medida similares, pues las dos asumieron un protagonismo en la escena política inusual para las mujeres de esa época, que mayoritariamente se mantuvieron al margen de un espacio reservado en principio para los varones”.
Sin duda, otra figura decisiva que pudo haber alterado el discurrir de los acontecimientos fue la reina Juana I de Castilla, hija de los Reyes Católicos con quien se entrevistaron en septiembre de 1520, durante su encierro en el castillo de Tordesillas, los capitanes comuneros Padilla, Bravo y Juan de Zapata (el líder de Madrid). Ellos intentaban conseguir la firma de la reina en señal de apoyo a la causa comunera, algo que “les hubiera legitimado notablemente para conseguir otros apoyos”, apunta Majo.
“La reina Juana parece estar ahí, entre dos aguas. Recibe a los comuneros, parlamenta con ellos, pero no firma el documento y opta por preservar la legitimidad monárquica. A mi juicio ese dice mucho del carácter y de la responsabilidad política de Juana, una mujer que no había sido educada para gobernar directamente porque no era heredera, ya que tenía dos personas por delante para poder acceder al trono. Probablemente ella no ve con malos ojos a los comuneros, porque los recibe, pero no firma ese documento porque en definitiva están luchando contra su hijo, contra su heredero, que es Carlos. Ante eso ella opta por la responsabilidad monárquica. Es una mujer que actúa de una forma absolutamente correcta en lo político en ese momento”, destaca Del Val.
Roles diversos en un conflicto poliédrico
Relevante fue también el papel de otras mujeres, como María de Lago, la mujer del alcaide de Madrid, fiel a los realistas, que en ausencia de su marido se encargó de defender el alcázar madrileño ante el asalto de los comuneros a la fortaleza, o Juana Pimentel, hermana del conde de Benavente y madre del capitán comunero Pedro Maldonado, ejecutado en agosto de 1522. Ella, como relata Del Val, consiguió recuperar el cuerpo y parte de los bienes de su difunto hijo, y encarnaría el rol de defensa del patrimonio y de los intereses familiares que tantas mujeres se vieron obligadas a asumir en el bando derrotado.
Son variados, pues, los ejemplos de la participación femenina en la revuelta, en uno y en otro bando, si bien el color de la victoria hace que sea mucho más abundante la documentación existente sobre las mujeres del bando realista que comunero. Existen ejemplos de mujeres que defendieron plazas en ausencia de sus maridos, como María Pacheco en Toledo para los comuneros, o María de Lago y María de Mendoza en el alcázar de Madrid y Almazán, respectivamente, para los realistas. Otro de los perfiles más presentes, en el que encajarían Ana Abarca, María Coronel o Juana Pimentel, e incluso la espía realista Ángela Palafox, es el de las mujeres de ambos bandos que, tras la resolución del conflicto, iniciaron acciones legales, bien para reclamar recompensas para ellas o para sus maridos por haber mostrado su lealtad, o que se les devuelva los bienes confiscados o al menos sus respectivas dotes para poder seguir manteniéndose de forma autónoma.
A juicio de Beatriz Majo Tomé, analizando la participación de las mujeres en otros conflictos se puede presuponer que en la Guerra de las Comunidades llevaran a cabo también labores sanitarias, de cuidado de los enfermos y heridos en la retaguardia, sin olvidar su papel en el abastecimiento de las ciudades. En ese sentido, explica que en el libro de actas de la Junta Comunera de Valladolid, sobre todo a partir de enero de 1521 (cuando se traslada la Santa Junta de Tordesillas), aparece de forma recurrente la petición a las panaderas de la capital del Pisuerga de que produzca más pan para el abastecimiento de la villa.