PREMIOS MUJER 2024

La falsa salida del federalismo

Nuestra peculiar historia constitucional llevó al politólogo e historiador Díaz del Corral a afirmar que para los liberales españoles “la Constitución no era un instrumento, sino una receta o, mejor, una panacea o palabra mágica”, de la que esperaban todo; es decir, un antídoto contra los males de la patria. Por esa razón, como la patria se decía de muchas maneras, siempre partidistas, las Constituciones liberales fueron en general de partido, sin pretender el menor consenso para establecer unas reglas de juego aceptadas por todos (que en definitiva es lo que debe ser una Constitución). De ese modo, una mayoría coyuntural se imponía obre una minoría, también temporal, que veía la Constitución como un trágala. Lógicamente, cuando aquella minoría se convertía en mayoría, su primer acto de gobierno era cambiar, a su vez, la Constitución e imponerla, como un nuevo trágala, a sus adversarios. Este sucederse de Constituciones partidistas creó una gran inestabilidad política, conflictos sociales sin cuento y atraso.

Parecía que, tras un largo paréntesis sin Constitución, habíamos aprendido la lección. Por fin, con la de 1978 nos dábamos unas reglas aceptadas por todos. Ahora vemos que no es así, que algunos siguen considerando la Constitución como panacea, de la que esperan la solución de los problemas sociales y políticos del país, que algunos han generado. Estos días hemos visto como un grupo minoritario, denominado 25-S, rodeaba las Cortes, y sin la menor representatividad, excepto la del griterío y la violencia, lanzaban no ya dicterios contra los políticos, lo que podría ser más o menos comprensible con la crisis, sino proclamas contra la Constitución, que quieren cambiar, repito, como antídoto de sus males. Algunos comentaristas, al ver cómo se pone sitio a la sede de la representación nacional, democráticamente elegida, tachan a los alborotadores de movimiento fascista; otros denuncian su carácter ácrata antisistema. También podría entenderse como gente ignara con ensoñaciones utópicas, pero hay en ese movimiento una orquestación perfectamente dirigida; no se trata de ingenuos.

Por ahora, creo que este o parecidos grupos, como los indignados del 15-M, callados después de que algunos intelectuales de poca monta hayan vendido sus panfletos por millares, no representan ninguna amenaza al orden constitucional; sólo son un problema de orden público que, con el PP, no tendrán el apoyo y la connivencia de que gozaron con el gobierno socialista de Zapatero, aunque la izquierda reaccionaria critica a la policía por disolver a los violentos (algunos políticos, lo dijo Zapatero a Gabilondo solo medran en la agitación). Este grupo no representan a nadie y menos a los millones de parados, que ven cómo sus condiciones de vida se han deteriorado en estos años de crisis. Muchos están cabreados con el gobierno, pero saben que lo que defiende el 25-S los llevaría a una situación peor. Su memoria está aún fresca y conocen las causas que han llevado a nuestro país a la crisis económica en la que nos encontramos. Su problema no lo resolverán los movimientos antisistema ni unos socialistas que deben de pedir perdón por el desastre que nos dejaron.

La verdadera amenaza de estos días son los nacionalistas y, de rondón, los socialistas, dos grupos que dieron su aprobación a la Constitución vigente (nacionalistas catalanes y socialistas) o que se abstuvieron (nacionalistas vascos); pero que ahora quieren destruirla (los nacionalistas) o modificarla (los socialistas). Los nacionalistas catalanes, con el presidente de la Generalitat a la cabeza, se han tirado al monte desde el 11 de septiembre. La manifestación millonaria de la Diada, aunque algunos la rebajan a los 600.000 asistentes, la interpretan o la manipulan los nacionalistas como un deseo mayoritario de los catalanes en favor de la independencia. Como en tantas otras ocasiones, que seis millones de siete y medio se queden en casa no significa nada, lo que cuenta es que un millón ha salido a la calle a gritar independencia (esto tampoco es totalmente cierto, pues muchos gritaban contra los recortes sociales del propio gobierno de la Generalitat, que prefiere reducir la enseñanza o la sanidad antes que los gastos identitarios).

Los nacionalistas, como a finales del XVII o del XIX, aprovechan las graves dificultades económicas del país para plantear una reivindicación que, en estos momentos, sólo añaden leña al fuego sobre la falta de confianza de España, lo que supone primas de riesgo más altas y un deterioro de la marca España; con ellos no va lo de la solidaridad ni les importa la marca España. De todos modos no es malo quitar caretas, porque obliga a los demás a posicionarse sobre este cuento de nunca acabar. Los intelectuales de izquierda, tan callados tras la caída del muro de Berlín y los regímenes comunistas, han encontrado en el nacionalismo una nueva bandera, o un credo, tras la que cobijarse, y escriben no sólo sobre la bondad del mismo, sino que defienden con datos, también manipulados y falsos, lo bien que le irá a Cataluña -¿y a los catalanes?- como independiente de la puta España. Los que de verdad saben lo que se juegan, los empresarios, comienzan a hablar, y muchos a amenazar con irse con sus empresas a otra parte, como ha hecho Lara con su editorial Planeta.

Los nacionalistas son un problema, pero me importan más los socialistas pues son los que podrían evitar que nos precipitáramos en el abismo. La reivindicación nacionalista del derecho a la autodeterminación los ha descolocado, provocando hondas contradicciones y fricciones entre sus diferentes federaciones. El PSC se ha abstenido, es decir, callado, cuando los nacionalistas catalanes votaban el otro día en el parlament celebrar una consulta ilegal para aprobar la independencia de Cataluña; incluso uno, Ernest Maragall votó a favor. Es lógico que esto descoloque al resto de los socialistas españoles. No saben donde están. La explicación es que durante muchos años han anatematizado la unidad de España, tachando de facha a todo el que se atrevía públicamente a defenderla y ahora que ven cómo la amenaza nacionalista se materializa, que España puede romperse, no lo quieren; pero ¿cómo desdecirse de tantos años?. Pere Navarro, líder socialista catalán, lanzaba este fin de semana la boutade que lo califica: “ni el choque de trenes de CiU ni la Guardia Civil del PP”.

Con personajes así estamos vendidos. Quizá por ello, el diario El País, por boca de su consejero delegado, el ínclito pensador y politólogo Juan Luis Cebrián, ha lanzado la idea, a la que los progres y socialistas, se han agarrado como supuesta tabla de salvación: el Estado federal, el federalismo como mantra para espantar los demonios familiares. Rubalcaba, Valenciano, Griñán y todos cuantos forman el rebaño socialista se han agarrado a él como hierro ardiente, como si en tal mantra estuviera su salvación, cunado sólo es un subterfugio de enmascaramiento: el Estado federal para que no los confundan con el PP. Pero no es tan sencillo, dice algún pardillo constitucionalista, porque la Constitución de 1978 no habla de federalismo. No importa, dice Rubalcaba, que sabe mucho de saltarse la ley: la Constitución no es ley divina y por tanto puede modificarse. Por supuesto, la Constitución se puede cambiar, aunque haya que seguir unos pasos bastante complicados que requieren mucho consenso, lo que ahora no hay. Además, ¿es el federalismo verdaderamente la solución? No. Hay varios problemas que el federalismo no puede solucionar.

El primero es un problema político y apunta al centro de la cuestión nacionalista ¿el federalismo calmará sus ansias reivindicativas? ¿Están los nacionalistas interesados en un Estado federal?. No, y lo han dicho por activa y por pasiva ante la sordera socialista. La razón es evidente: El Estado federal, dice A. Hauriou, es una asociación de Estados que tienen entre si relaciones de derecho interno (no internacional como la confederación), es decir, de Derecho constitucional, y mediante la cual un super-Estado se superpone a los Estados asociados, por lo que sólo aquél tiene la soberanía, mientras que los Estados miembros gozan únicamente de autonomía. Además, en un Estado federal todos los Estados están en pie de igualdad, algo que de ninguna manera aceptan los nacionalistas catalanes y vascos, que se sienten diferentes y superiores por ¿derecho divino, por la raza, la historia?. Es probable que esto lo hubieran querido antes de aprobar la Constitución de 1978, cuando sus expectativas eran únicamente lograr cierto grado de autonomía, pero aquélla les ha otorgado más competencias que ningún Estado federal actual.

Como no lo aceptan, algunos socialistas como Pascual Maragall, hablan de un federalismo asimétrico, lo que significaría que hay Estados o regiones con más derechos que otras, y por tanto con ciudadanos de primera y de segunda ¿Pueden aceptar esto los socialistas del resto de España?. Si así fuera, las luchas por los derechos civiles y sociales de los siglos XIX y XX se vendría abajo de golpe. Ningún socialista ni sus votantes podrían entender esa renuncia. Además no serviría de nada, pues ni siquiera ese federalismo asimétrico agrada a los nacionalistas. Unos hablan de una confederación (modelo que no existe en ningún lugar del mundo, ni siquiera en Suiza que desde 1967 ha dejado de ser un Estado confederal para transformarse en federal); otros simplemente quieren la independencia y constituirse como un Estado diferente de España. Quizá ahora algunos socialistas entiendan lo que significó aceptar por Zapatero, que en la reforma del Estatut Cataluña se definiera como nación, lo que no es; pues al final toda nación busca convertirse en Estado independiente.

Un segundo problema es práctico. La Constitución de 1978 organizó territorialmente el país como un Estado autonómico, aunque la Constitución evita una definición precisa sobre la naturaleza del Estado. El artículo 2º señala que la Constitución española se fundamenta en habla de la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, aunque reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre ellas. En la constitución late un principio de unidad, pues sólo habla de un estado y una sola soberanía, que reside en el pueblo español, y una sola nacionalidad. La autonomía, por el contrario, hace referencia a un poder limitado y delegado, y no se refiere solo a las comunidades autónomas sino que lo amplia a los municipios y provincias. Por último, la solidaridad es un corolario de esto para que no haya diferencias entre unos ciudadanos y otros, al margen de donde vivan.

A diferencia de nuestro modelo constitucional, en los Estados federales la autonomía de los federados es residual, por el contrario en España la autonomía de las regiones es derivada o transferida por el estado. En los Estados federales, el super-Estado, dice Hauriou, no sólo toma o se reserva, desde el principio una importante parte de los derechos de poder público cuyo conjunto constituye la soberanía, sino que en general tiene competencia para determinar su propia competencia. Por consiguiente, puede reducir progresivamente la de los Estados particulares, sea por medio de su legislación federal -“la ley federal pasa por delante de la ley local”-, sea por modificaciones de su propia Constitución. En España, la Constitución de 1978 fijó mal las competencias del Estado central y de las CC.AA., lo que ha llevado a una deriva que ha vaciado realmente a aquél. Los nacionalistas no desean ningún Estado federal que suponga, como así debería de ser, una merma de las competencias ya conseguidas. Para ese viaje, dicen, no son necesarias estas alforjas.

Hay un tercer problema conceptual e histórico que, en el fondo, es el que impide ponernos de acuerdo a nacionalistas y no nacionalistas. El federalismo supone la existencia de Estados independientes que, de forma voluntaria –a veces por la fuerza-, deciden unirse en una unidad superior a la que ceden una serie de competencias, especialmente la soberanía, que asume un nuevo ente, el Estado federal. Para que en España se pudiera hablar de federalismo debería haber Estados previos que desearan federarse o asociarse; pero España es un país unitario desde hace cinco siglos. Esa unidad, como en el resto de Europa, ha sido mayor o menor, ha pasado por mejores o peores momentos, pero España es un Estado-nación indiscutible; ni siquiera es un Estado plurinacional, pues no hay más que una nación, la española. Ese Estado, centralista durante dos siglos decide, en la Constitución de 1978, descentralizarse y dar autonomía a las regiones. Los vascos y catalanes creen tener unos derechos que son anteriores a la Constitución y no que deriven de ésta. Esta es la cuestión de fondo, y contra la que choca la propuesta socialista.

No
es, pues, un problema de más o menos competencias, sino de la legitimidad de origen del Estado de las Autonomías que no tendría el Estado federal, a no ser que entendamos éste no en el sentido político, sino en el puramente antropológico y utópico de Francisco Pi y Margall, tan defensor de España por otra parte, en su libro sobre Las nacionalidades: “la federación es un sistema por el cual los diversos grupos humanos, sin perder su autonomía en lo que les es peculiar y propio, se asocian y subordinan al conjunto de los de su especie para todos los fines que le son comunes”. Esto está bien, y no discuto la bondad de este principio antropológico general; pero no es un principio abstracto lo que aquí se discute sino la realidad histórica de España, que es muy otra: un Estado unitario no puede federarse sino descentralizarse. Las regiones no son Estados y por tanto no tienen capacidad para federarse, tampoco Cataluña ni el País Vasco.

La Constitución de 1978, en gran parte, acertó en la solución del problema de la organización territorial. No acertó en no haber puesto límites a la descentralización. Hoy vemos como el Estado de las Autonomías es insostenible económicamente, ha generado corrupción y políticos sátrapas en sus comunidades, y lo que es peor, por no poner límites se ha permitido, muchas veces por el chantaje de los votos para lograr mayoría parlamentarias, que los nacionalistas no sacien nunca la apetencia de nuevas competencias. Ahora nos encontramos todos al borde del abismo; hay que recoger velas pero no se hará sin graves contratiempos. Algunos, los nacionalistas, han ido demasiado lejos, haciendo bueno una vez más el adagio de que los dioses enloquecen a los que quieren perder; pero todos estamos un poco locos o un poco harto de todo esto. Deberíamos esperar alguna lucidez de los políticos socialistas y populares, pero yo no estoy tan seguro de algunos.