La violencia, decía Engels, es la partera o comadrona de la historia. Si la lucha de clases es el motor de la historia, la violencia, la guerra, las revoluciones, el terrorismo no son más que las formas que, en un momento dado, en una situación histórica concreta, adopta aquella lucha de clases. El Manifiesto Comunista de 1848 coloca, pues, la lucha de clases, la violencia, en el frontispicio con el que comienza el texto: La historia de la humanidad no es sino la de las luchas entre opresores y oprimidos. El que esto sea una simplificación y una falsedad no impide que la violencia, la coacción, se haya convertido en ciertos grupos el modo para lograr sus objetivos, como vemos estos días con el fenómeno escrache, que utilizan los que coaccionan a los diputados del PP para que aprueben una ley en el Parlamento contraria a los desahucios. El fin puede ser justo pero los medios son antidemocráticos.
Respecto al marxismo, el problema es que ahora, lo de las clases sociales es una teoría discutida, y lo de la lucha de clases ha perdido buena parte de su atractivo, a no ser que entendamos el terrorismo nacionalista o religioso como una variante de la misma. Sin embargo, bajo una forma descafeinada, como agitación, no ha perdido su atractivo para movimientos como el de los indignados o los antisistema, pero tampoco ha dejado de animar la praxis política de algunos grupos de izquierda parlamentarios en su lucha contra lo que ellos llaman la caverna, la reacción, el fascismo, dicho esto último no con pericia terminológica sino como insulto. Aunque resulte un arcaísmo, un efímero líder estudiantil valenciano, hablaba hace algún tiempo de luchar en su ciudad a sangre y fuego, justificando tal exabrupto con que los derechos no se mendigan, se conquistan con violencia.
El caso español es paradigmático. La victoria aplastante del PP en las urnas, tanto en las elecciones autonómicas y municipales de mayo, como en las generales de noviembre, ambas en 2011, se pretende deslegitimar, por el PSOE e IU, mediante la instrumentalización de estos grupos antisistema, llevando a la calle y no al parlamento una agitación que busca subvertir el orden o, al menos, agitarlo, término al que aludió en las elecciones de 2008 Rodríguez Zapatero, a micrófono cerrado, ante Inaki Gabilondo; y que antes, en las del 2004, tras el atentado del 11 de marzo, llevó a las sedes del PP a una turbamulta, animada por la SER y el PSOE, para cambiar el curso de una votación que todas las encuestas auguraban favorable al PP. Estos días, Adela Colau encabeza un grupo que, mediante la coacción, persigue a los diputados del PP para forzar su voluntad en el asunto de los desahucios, mientras los otros grupos parlamentarios miran hacia otro lado.
Es verdad que el gobierno del PP podría poner orden en las calles, pues el Estado es el único legitimado para el uso de la fuerza. No lo va a hacer porque teme las repercusiones mediáticas, pero tampoco hace nada para contrarrestar con argumentos el porqué de su política, parece como si sus políticas, aunque legales, no fueran legítimas; pierden todos los días la batalla ideológica. Todo esto pone de manifiesto la importancia -que algunos en el PP olvidan con insensato desdén- de la lucha ideológica. Hoy las revoluciones, tan desprestigiadas, no atraen ni siquiera a los nostálgicos anarquistas o comunistas; pero la lucha ideológica, la agitación en las calles y en la prensa es el instrumento clave para la deslegitimación del contrario, aunque eso signifique desprestigiar o minusvalorar el sistema democrático; peor, instrumentalizarlo en beneficio propio.
La lucha ideológica es tan antigua como el hombre, pues éste o los grupos sociales y políticos en los que se inserta siempre han buscado justificar sus acciones, explicar con mitos o con ideas la estructura social -las relaciones de dominio-, la organización política o los derechos desiguales entre unos y otros. Sin embargo, el término ideología nace en el contexto de la Revolución Francesa o, para ser más exactos, en la polémica de Napoleón con Destutt de Tracy y los ideólogos. El emperador galo fue consciente de su importancia, y de él se cita la frase de que más vale un cura que cien soldados; es decir, que para gobernar, mejor que la fuerza bruta del policía es la prédica del sacerdote: convencer al contrario o, al menos, fortalecer a los propios para no dejarse arrastrar al otro bando.
Quizá por esa razón, Marx entendió la ideología como algo negativo, como una falsa conciencia contra la que había que luchar mediante la crítica sistemática. El marxismo, como recordaba el recientemente fallecido Paco Fernández Buey, es en primer lugar una teoría crítica, con la que se pretende desvelar o poner de manifiesto las contradicciones sociales. No es ninguna casualidad que muchos de sus libros lleven como título el de Crítica: Crítica del Derecho de Hegel, Contribución a la crítica de la economía política, etc., porque lo que pretendía con ellos era poner de manifiesto el carácter de clase del Derecho, la Economía, la Política, etc. frente a los que simplemente consideraban esas disciplinas como ciencias objetivas.
Desde sus primeros escritos juveniles, Marx se interesó por el problema de la alienación; pues pensaba que la consecuencia más importante de la explotación era el fenómeno de la alienación, la pérdida de la conciencia propia, de la autonomía, la dependencia respecto al otro. Esa dependencia se justificaba mediante la ideología, es decir, un conjunto de ideas y representaciones que justifican o pretenden explicar dichas condiciones de existencia; en ese sentido, la ideología fue para Marx una falsa conciencia. La lucha política debía dar a los trabajadores, al proletariado, conciencia de su situación como paso previo a la emancipación: de clase en si, convertirse en clase para si, utilizando la terminología kantiana.
Mientras el socialismo alemán, inspirado en el revisionismo marxista de Kausky, siguió ese derrotero, Lenin modificó profundamente el concepto de ideología con graves consecuencias para la práctica política. Para Lenin cada clase social genera su propia ideología, es decir, el conjunto de ideas y representaciones que no solo explican su mundo, sino sobre todo que le dan coherencia y sentido. En ese sentido, la ideología es un cemento para la cohesión social, pero -y en esto está la clave- no todas las ideologías son iguales. Entendiendo la historia como un proceso en la evolución de la humanidad, unas clases son la punta de lanza de ese proceso entendido como progreso, mientras que otras lo intentan retardar poniendo obstáculos a la rueda. Las ideologías justifican a unas y a otras, por eso hay ideologías buenas, las que defienden el progreso de la historia, y malas, las que lo retrasan.
La consecuencia de esto es una lucha ideológica sin cuartel, en la que todo está permitido porque el fin justifica los medios. No importa mentir si con la mentira logramos hacer avanzar a la sociedad de acuerdo con los postulados del progreso. ¿Quién dicta ese progreso? El partido, que se convierte en la vanguardia, en la punta de lanza de esa acción que hace progresar a la historia. A la Historia, entendida como res gestae, también la harían avanzar sus propias contradicciones internas, pero eso -que practicaron los fabianos ingleses e intentan practicar los socialdemócratas- no es suficiente ya que caeríamos en un torpe economicismo, hay que moverla mediante la acción del partido que conduce a la revolución.
Ese simplismo, que pudo aprovechar una situación caótica como la de la Primera Guerra Mundial para hacer triunfar a la revolución soviética en Rusia, sería complejizado por la obra de Gramsci. Para el fundador del PCI la lucha ideológica tiene muchos niveles y nace con las contradicciones sociales, pero en el seno de las clases sociales. Todo grupo social genera sus propios intelectuales que, mejor o peor, intentan explicar tales contradicciones y, al mismo tiempo, son líderes en la lucha para ponerles remedio. Tales intelectuales son llamados por ello orgánicos. El partido político no es sino el intelectual orgánico de una clase social.
Además de este concepto de intelectual orgánico, Gramsci, en el marco de los países occidentales democráticos y desarrollados, entiende que la revolución no es sólo, como en el caso de Rusia, la toma violenta del poder. Eso no es posible más que en circunstancias extremas: por ello, la labor del partido es crear las condiciones para llevar a los trabajadores al poder pero no mediante la violencia (la puissance) sino logrando la hegemonía (le pouvoir). Es aquí donde el papel de la lucha ideológica alcanza su verdadero paroxismo. Hay que crear los medios (periódicos, radio, libros, universidades, colegios) y los grupos afines para esa lucha.
En nuestro país esto lo ha comprendido muy bien la izquierda, que controla hoy la mayor parte –o al menos los más importantes- de los medios de comunicación, desde cadenas de televisión y radio hasta buena parte de la prensa escrita. No es por casualidad que la mayoría de los periodistas se declaren de izquierdas o progresistas. En ese sentido, el papel de la izquierda es hegemónico y constituye un triunfo en toda regla. En gran parte, tal triunfo se debe al papel de la escuela y la universidad, en las que los maestros y profesores de izquierda son realmente mayoritarios. La derecha ha perdido en cierta manera esta batalla, muchas veces por dejación o, lo que es peor, por haber interiorizado un complejo de falta de legitimidad, al ser identificada con la dictadura, cuando una buena parte de esos medios y de los políticos de izquierda tienen en ella su origen manifiesto.