PREMIOS MUJER 2024

Francisco Tahoces

Desde niño, los hombres mayores fueron para mí siempre misteriosos. No sucedía lo mismo con las mujeres: siempre había entre ellas y yo un cierto camino de cordialidad, de cercanía. Pero los hombres, y hablo de los vecinos a los que veía a menudo, no de los desconocidos, eran otra cosa. Eran un mundo impenetrable y próximo, algo así.

 

El copropietario de la casa donde vivió mi familia alquilada durante sesenta años, desde el primer contrato que suscribió mi abuela en 1941 se llamaba Francisco Tahoces, y yo creo que no hablé con él nunca, en toda mi vida de niño y adolescente, y eso que vivía en el piso de debajo del nuestro, y que me lo cruzaba casi todos los días por las escaleras. Pero solo le saludaba, y él me correspondía. Era un hombre cincuentón, grueso, rubio, de rostro sonrosado. Tenía aspecto de alemán aunque su apellido, tan berciano, nada le vinculaba a la lejana tierra centroeuropea. Vestía casi siempre de traje gris y corbata y era dueño de una sierra que estaba situada en la actual plaza de Fernando Miranda. La sierra se extendía por varios solares, uno de ellos daba a la avenida de España. El ruido de aquel aserradero, eterno y amigo a un tiempo, me daba siempre paz, me gustaba escucharlo, no digamos en los días del verano. Era el tema musical de una película inocente y cotidiana, la de un niño que va descubriendo el mundo de los negocios y las pequeñas factorías, el mundo humilde y duro de los trabajadores. La sierra de don Francisco Tahoces convertía los troncos que transportaban pequeños camiones en unos listones de madera rectangulares que se iban colocando primorosamente en los patios de tierra al aire libre. Almacenes que yo veía desde mi casa pero que nunca llegué a pisar. Tampoco a ver la sierra: solo sentía el ruido de sus máquinas. Todo esto, tan lejano, tan diferente a la actual plaza de Fernando Miranda, existió. Fue un pequeño mundo fabril, algo primitivo y meritorio.

 

Don Francisco Tahoces era rico y eso lo situaba en un Olimpo totalmente inalcanzable para la mayoría de los vecinos. Tenía tierras, al parecer, aparte de la sierra, y sobre todo tenía un Renault negro, bastante antiguo. En aquel tiempo no había muchos coches privados en la ciudad, y el suyo estaba aparcado casi siempre en la calle. Yo lo miraba con admiración, con sorpresa. Muchos días el coche no se movía de su sitio. Pero en otros, don Paco cruzaba la acera, arrancaba aquel coche negro, que me gustaba saber que era del mismo modelo que abundaba tanto en las fotos de París de aquel tiempo que yo veía en la revista “Life” que mi tío traía a casa. El hecho de que fuera el mismo modelo de Renault me emocionaba un poco: como si París estuviera más cerca. Porque por sus calles circulaban los mismos coches que el que tenía don Paco.

 

Que tardaba bastante en arrancar el vehículo, en acomodarse, y en salir después, lentamente, por la carretera de Orense, tal vez rumbo a Villalibre, donde al parecer don Paco tenía unas choperas en medio de los prados. Y estaba cerca el río Sil. Y el tiempo.

 

CÉSAR GAVELA

 

Un comentario en “Francisco Tahoces

  1. Magnífico y conmovedor artículo, como casi siempre, del señor Gavela. Un servidor también quiso resucitar de alguna manera al señor Tahoces y encontró esto: “Maderas Francisco Tahoces. Grandes Almacenes de Maderas del País y Extranjeras. Apeas, Costeros y Travesillas para Minas. Taller Mecánico, Pizarra de San Pedro de Trones. Teléfono núm. 5. Ponferrada”. Es un anuncio del año 1940. Llamé a ese teléfono para ver si se producía el milagro, pero no contestó nadie. Tampoco percibí el sonido de fondo del aserradero.

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