Le conocí en el otoño de 1972; él había venido de París. Moreno, delgado, barbudo, pantalón tejano azul celeste, camisa blanca de artista, treinta y ocho años entonces y con una pulsera india de cuero en la muñeca.
Él venía de lejos y llegó a la Ponferrada de Franco, de la grisura del tiempo. Era un atardecer y yo iba por la calle Camino de Santiago. Andaba sin rumbo por la ciudad y por el planeta todo, y estaba ya muy cerca de la plaza de Lazúrtegui, poco antes de llegar a aquel bar antiguo que se llamaba Moderno. Fue entonces cuando vi un hangar pequeño, un local que yo recordaba abandonado de mucho tiempo atrás. Pero lo habían abierto ocasionalmente para ofrecer en él una exposición de cuadros. Recuerdo un caballete publicitario, situado sobre la acera. También que las paredes del antiguo local poco menos que en ruinas, habían sido cubiertas con grandes franjas de papel azul oscuro para que no se vieran los costurones y grietas. Sobre aquel papel había colgado sus cuadros el pintor Eugenio de Arriba. Iluminados por focos improvisados en el techo de madera.
Naturalmente, entré a ver la exposición. Me sentía muy sorprendido de que hubiera novedades artísticas en la Ponferrada de los traficantes de carbón y del hierro, y de tanta camionería. Una ciudad que aún no tenía ni una sola sala de exposiciones. En el local, contemplando los cuadros, se concentraban bastantes mujeres y algunos hombres. Todos parecían interesados en los lienzos, y también mostraban curiosidad por aquel hombre broncíneo, remoto, artista, parisién. Y de Villafranca del Bierzo.
Así conocí a Eugenio de Arriba. Y sus cuadros, que me gustaron, y que tenían una clara raíz impresionista. Imágenes de la Costa Azul, con barcos y noches, y aquel hombre amable allí, tan lejos de París y de la Provenza, pero en su tierra. Viviendo un esplendor pequeño. Yo le observaba muy atento. Me gustaba notar su aire de lejanía, y su delicada indiferencia, que no lo era. Su estar y no estar mientras iba vendiendo algunos cuadros. Creo que al final colocó casi todos. La exposición terminó y el local volvió a quedar a oscuras, sin la luz del arte y la ilusión de las mujeres y los hombres. Sin aquel caballero del Bierzo que parecía un marinero de la Costa Azul. Y que tal vez lo era.
Poco después, ya instalado en su natal Villafranca, murió Eugenio de Arriba. Tan prematuramente. Y cuando murió yo me enteré de que era hermano de mi librero habitual, uno de los dos socios de aquel negocio que se llamaba “De Arriba y Castro”. Donde compré mis primeros libros de Borges. Y los de otros autores que iba descubriendo. En la ciudad del Dólar y de los lectores, entonces, más bien escasos. Casi todos coincidíamos en aquella tienda de libros que hacía esquina entre República Argentina y Ave María.
Poco después, también, trágica secuencia, fallecería en un accidente de tráfico el hermano de Eugenio que me vendía los libros y me hacía siempre descuento. Que era un hombre joven, educado, cordial y sensible. Desgracia cruel para dos hombres de bien y para sus familias.
Han pasado ya muchos años, pero perdura en mí la memoria de aquellos dos hermanos que, cada uno en su cometido, habían laborado por la cultura: uno vendiendo libros; el otro pintando hermosos cuadros que hacían más llevadera la vida. Imágenes que nos hacían soñar, como todos los lienzos que tienen verdad y tiempo eternizado. Por eso sigo viendo, activo, contento y original, a Eugenio de Arriba, berciano de Villafranca, francés de sueños del arte, sonriendo a las personas que entraban en aquel galpón para ver sus cuadros. En una tarde en la que brillaba la mirada melancólica del pintor.
CÉSAR GAVELA