PREMIOS MUJER 2024

Estos sindicatos otoñales

Escribo cuando aún no ha finalizado la huelga general convocada para este 14-N; pero ya hay valoraciones sobre la misma, del tenor de todos conocidas. Gobierno y sindicatos se sienten satisfechos, aunque las cifras de participación difieran en sesenta o setenta puntos, o que como consecuencia de los piquetes ochenta personas hayan sido detenidas, e incluso de que se hable de heridos. Los datos objetivos, como el consumo de energía, que apenas sufrió un descenso del 12% (menos que en la anterior huelga), lo pasan por alto, mejor no meneallo; tampoco les importa mucho lo que hemos visto algunos espectadores.

Yo, por ejemplo, he visto en León prácticamente todo el comercio abierto, los bares como siempre, y solamente algunos estudiantes, que no superaban el centenar, desfilaban ruidosamente al mediodía por la plaza de Santo Domingo, algunos con banderas republicanas y pancartas de todos los colores. Desconozco la realidad de los polígonos industriales de la provincia, aunque no parece que la incidencia haya sido mucha menor incluso que la del 29-M. Probablemente, el descontento social, se expresará en las manifestaciones que hay convocadas para la tarde y que servirán para lavar la cara de los sindicatos. El gobierno, a la vista de los datos, no va a cambiar su política y la huelga no habrá servido más que para proyectar una imagen de país aún más negra.

La huelga es un derecho de los trabajadores, una conquista histórica en las relaciones laborales tan desiguales de otros tiempos, incluso ahora; por ello no hay nada que objetar a su celebración. Nuestra Constitución lo reconoce en el artículo 28.2, aunque matiza que la huelga es para la defensa de los intereses de los trabajadores, y uno entiende que como tales y no como ciudadanos, pues para eso hay otras formas de expresarse, las elecciones. En este sentido, la huelga es un medio históricamente utilizado por los trabajadores cuando, en las relaciones laborales con la empresa, ha fracasado la negociación colectiva; porque aquella forma de lucha relacionaba, aunque fuera conflictivamente, a empresarios y trabajadores en defensa de sus intereses.

La huelga convocada para este 14-N no es una huelga en ese sentido, sino que lo que pretende es cambiar el rumbo de la política del gobierno. Este tipo de huelgas generales ya no son lo que eran, porque no son la Huelga General Revolucionaria de la mitología anarquista y comunista de los siglos XIX y XX. Con ellas lo que se pretendía era cambiar de régimen, acabar con el capitalismo e instaurar el comunismo en sus diferentes versiones, sindicalista o colectivista. No, esta no es una huelga revolucionaria, sino una huelga política porque los sindicatos no son, por lo que parece, movimientos de reivindicación obrera, sino grupos de presión política afines a la izquierda. Por eso no hay que dramatizar, ya sabemos lo que esto da de sí últimamente; pero provoca vergüenza ajena que el PSOE apoye una huelga por una situación a la que nos condujo su política.

Al margen de las cifras, la crisis de los sindicatos, como la de los partidos, es cada día mayor, aunque no lo parezca por el ruido en las calles; también el mediático por el control ideológico que mantienen en ciertos medios. El ruido en las calles no es sino consecuencia de que, a estas alturas, aún no existe una ley de huelga; sólo un decreto aprobado en 1977, es decir, preconstitucional. Los partidos políticos sistemáticamente se han opuesto a aprobarla porque, de hacerlo, deberían limitarla o, al menos, impedir algunas de sus consecuencias más negativas; y en esto chocan con unos sindicatos a los que el PSOE secunda, aunque le hayan hecho alguna huelga, y el PP teme, creyéndolos más fuertes y representativos de los que son. Si hubiera una ley de huelga no se permitirían esos anacrónicos piquetes informativos coactivos, sin los cuales la huelga general sería un fracaso.

Los sindicatos, sin embargo, no saldrán de la crisis en la que viven sumidos convocando huelgas generales, porque están deslegitimados para hacerlas tras su ominoso silencio en los años en que gobernó Zapatero. Durante siete años, con un gobierno socialista que arruinó el país y dejó en la indigencia a millones de personas, estos sindicatos no hicieron ninguna huelga general (sólo un remedo de tal); pero en once meses de gobierno del PP ya han convocado dos: el 29-M y el 14-N. Se les ve el plumero y la gente, aunque indignada por la crisis, lo sabe. Un ejemplo claro lo hemos visto hace unos días con las elecciones gallegas, en las que el PP volvió a ganar por mayoría absoluta pese a lo que está cayendo, y el PSOE se hundía aún más.

Hay razones objetivas y subjetivas para esta crisis sindical, cuyo signo más evidente es la caída vertiginosa de la afiliación. Todos los sindicatos europeos han perdido en estos años afiliación, que algunos cifran en el 30%; pero en España la cosa es bastante peor porque nunca contaron con una cifra notable, menor al 20% del total de los trabajadores. Es verdad que el modelo sindical español tampoco lo exigía, pues los sindicatos se parecen más a partidos políticos que a los sindicatos europeos, especialmente a los alemanes. Con unos pocos afiliados se puede tener el control de las empresas a través de los comités, pues éstos son elegidos por los trabajadores, estén o no afiliados; en este sentido son representativos (aunque probablemente el porcentaje de votos sea pequeño), pero su relación con los trabajadores es escasa e indirecta.

Esto hace que los sindicatos no vivan de las cuotas de sus afiliados sino del dinero público, como los partidos políticos. En este sentido, son percibidos por sus compañeros de trabajo como una casta desligada de ellos, pues muchos están liberados y su vida discurre en el sindicato y no en la empresa, a la que solo visitan de Pascuas a Ramos. Esto, en época de crisis, es más visible y criticable, ya que las direcciones sindicales tienen derechos que no tiene el común de los trabajadores. Además, con su escaso número y sin recursos económicos propios tampoco pueden ofrecer a sus afiliados prestaciones en momentos de huelga o de asesoramiento, como hacen los sindicatos alemanes o las Trade Unions inglesas.

Los sindicatos son organizaciones nacidas al socaire de la revolución industrial, muy importantes en los dos siglos anteriores, pero que hoy han perdido su relación con el mundo del trabajo, que ya no es industrial sino muy diferente: personas cualificadas que trabajan en servicios, universitarios preparados, mujeres que ocupan puestos directivos. Cada vez hay menos obreros industriales y los jornaleros que animaron los sindicatos anarquistas de otras épocas son una rareza. El enrarecimiento de estos grupos, sin embargo, no se ha compensado con las aportaciones de las nuevas profesiones, que no se sienten representadas por los actuales sindicatos, quizá con la excepción de los funcionarios. Es curioso que los principales dirigentes sindicales sean hoy funcionarios de enseñanza, sanidad, administración. Véase León como ejemplo.

Hay, sin duda, una grave crisis económica con consecuencias sociales muy duras, pero resulta que los que encabezan las manifestaciones de protesta contra ellas no son los sindicatos y partidos, aunque éstos buscan mediatizarlas e instrumentarlas, sino grupos antisistema, como el 15-M ó 25-S. No son un buen ejemplo, ni muy realistas sus alternativas; pero si son el signo de que las organizaciones tradicionales de encuadramiento social y político ya no sirven, están anquilosadas, no los representan. Es necesaria una profunda renovación, aunque es más fácil la huida hacia adelante, echar piedras contra el gobierno de turno, sobre todo si es del PP, porque de lo que se trata es de deslegitimarlo, aunque eso erosione el sistema político.