En este año de 2019, que ya termina, se cumplía el centenario del hecho más crucial de Ponferrada en todo este tiempo: la inauguración del ferrocarril minero entre la capital del Bierzo y el valle de Laciana. El camino de hierro y esperanza. De lucha, riqueza y dolor, que de todo hubo. Ese ferrocarril, que dejó de funcionar hace casi cuarenta años, fue el símbolo de un sueño que tuvo el bilbaíno don Julio de Lazúrtegui, y fue financiado por unos señores ricos del País Vasco y de Madrid. Caballeros que solían estar en remotos despachos lujosos de la capital, mientras en las tierras del Bierzo y de Laciana, en el Sil hullero y fecundo de mineral, miles de trabajadores se ganaban la vida muy duramente, y centenares de técnicos dirigían aquel trabajo con esfuerzo y rigor.
Ponferrada honró a Lazúrtegui concediéndole la mejor plaza de la Puebla, el barrio que es hijo de la imaginación de aquel vizcaíno ilustre, que no tuvo una vida fácil, como podría pensarse. Pero la ciudad del Sil y del Boeza llegó muy exhausta a la fecha del centenario, y aunque es cierto que recordó a aquel hombre cuyas ideas articularon la revolución que viviría la capital del Bierzo, y con ella toda la comarca, algo se quedó por ahí, en el tintero del tiempo. O en la falta de fondos.
En todo caso, don Julio solo sintió alegría cuando vino a Ponferrada en este año que se va. Porque venir, vino.
Vino su espíritu, fueron bastantes vecinos los que lo sintieron. De diferentes maneras, casi todas personas mayores. Hombres que habían sido fogoneros, maquinistas, picadores, empleados de las centrales térmicas. También sus mujeres. Obreros rudos que trabajaron en la montaña de carbón, que llegaron a participar, siquiera lejanamente, de aquel espíritu pionero de don Julio. Espíritu que vivía en los ingenieros de minas de hace sesenta años y en la capacidad organizativa de unos técnicos eficaces, dirigidos por un hombre lleno de talento y entrega, que fue el Belga, hombre clave de la empresa, engarce entre el capital y el trabajo, conocedor infatigable de todas las instalaciones, de todos los mecanismos, de todos los procesos laborales.
El Belga, innovador y misterioso ciudadano que habitaba muchas veces el edificio que sigue estando en el parque del Temple, que muchos ponferradinos aún conocimos cuando era un lugar rodeado de un muro blanco inmaculado e impenetrable para nosotros. Que, por eso, nos conjeturábamos grandes mundos, banquetes y partidas de tenis al otro lado: un reino que no parecía del Bierzo.
El espíritu de don Julio recorrió en este año todo lo que fue la MSP en Ponferrada. Le sucedía algo curioso: él veía los poblados, los lavaderos, los tinglados, la central térmica y las instalaciones ferroviarias como las había visto, recién construidas, flamantes, hace ahora cien años, y, a la vez, las veía como ahora son esos escenarios. Y sucedió, al parecer, que no fue la nostalgia lo que sintió, lo que transmitió secretamente a los pocos ponferradinos que supieron de su presencia en la ciudad en este año, sino la alegría. Porque la ciudad nueva, hija de la suya, le gustó; aunque también se dio cuenta de que hace falta un impulso grande para renovarla. Él se fue para Bilbao con algunas notas en su cuaderno; a ver si regresa pronto con un proyecto nuevo.
CÉSAR GAVELA