Hablar de arte implica necesariamente tocar el espíritu. No es posible referirse a esta manifestación del obrar humano sin considerar que toda obra de arte es fruto de una sensibilidad del alma. Más allá del especto estético, la obra de arte que pretenda poseer un valor añadido necesita que su autor sea generoso con quienes contemplarán su obra y abra su interior a ellos.
En lo que se refiere al arte religioso, la necesidad ser un instrumento de la fe revela como imprescindible una serie de características que van más allá de las diferentes modalidades artísticas. El arte puesto al servicio de la fe se vuelve poliédrico y complejo de asumir por los espectadores.
En este sentido, debemos diferenciar claramente al autor del receptor. El autor tratará de dar a su obra todo el contenido espiritual religioso del que es depositario. Por su parte, el receptor interpretará la obra desde su propia espiritualidad religiosa, en el caso de que la posea. En caso contrario, sus observaciones quedarán reducidas al ámbito externo de la obra, a la estética.
No quisiera que se interpretara que desdeño la estética, todo lo contrario, la estética es clave en todo arte y muy importante en el arte simbólico como es el religioso. Este, al cumplir una finalidad, no solo de elemento apostador de la fe, si no de formación en la fe, está imbuido de una finalidad didáctica que permite al creyente identificar su subconsciente con la obra artística.
Pío XII afirmó que el arte es una de las manifestaciones de la perfección y belleza de Dios. A través del arte nos aproximamos al conocimiento sobre cómo es nuestro Creador. Estas afirmaciones contienen una gran dosis de humanidad por el hecho de que nuestra naturaleza tiende hacia Dios, la capacidad creativa del ser humano es intrínseca a su existencia.
El ser humano es eminentemente espiritual, aunque nos empeñemos en inventar teorías que niegan esa dimensión transcendente nuestra, lo cierto es que, una dimensión más allá de lo meramente material nos acompaña desde nuestro nacimiento. Por ello, el ser humano es artista por definición, por ello nuestro mundo está lleno de museos, catedrales, puentes, edificios espectaculares y no vivimos en chozas de madera y somos refinados hasta en el arte culinario.
Pretendemos expresar nuestra fe, religiosa o en lo que sea mediante la obra artística. Necesitamos transcendernos a nosotros mismos y además necesitamos compartirlo con los demás. No es posible crear una obra de arte para inmediatamente destruirla y que no sea compartida por alguien. El arte es sociabilidad, es generosidad e incluso en el caso del arte religioso es una manifestación de caridad al ofrecer a los demás lo que más nos importa; nuestra fe.
El arte sacro es sinónimo de belleza y así lo manifestó el Concilio Vaticano II cuando afirmó que el mundo está necesitado de belleza para no caer en la desesperanza. El arte y su belleza permite al ser humano romper con los límites del tiempo y convertir lo caduco y efímero en inmortal. La inmortalidad del alma humana transciende lo cotidiano, lo vulgar, para convertirse a través del arte en sublime y perenne.
Un simple crucifijo nos permite abstraernos de una realidad que nos atosiga o se convierte en nuestro báculo frente a las adversidades. Un crucifijo es un icono, una representación imbuida de una gran dosis de estética. Todo aquel que contemple un crucifijo sabe lo que significa, no necesita explicaciones, sea cristiano o no. Pero, también el crucifijo nos acerca Dios, esa es su gran fuerza porque trasmite una idea simple pero imparable; la presencia en el mundo de Él.