PREMIOS MUJER 2024

Educación de tontos y trincheras

Estos días, muchos ciudadanos estamos asistiendo, hartos y atónitos, al debate que se ha suscitado tras la presentación de un recurso por parte de la Comunidad de Madrid, que rechaza radicalmente determinados aspectos de la nueva ley de Educación, conocida por los entendidos como la LOMLAE y por los demás como ley Celaá, en honor de María Isabel Celaá Diéguez, que fue su autora, cuando ocupaba el ministerio de Educación y Formación Profesional.

Escribo lo de hartos porque así es como nos encontramos muchos españoles ante este nuevo debate, generado por la entrada en vigor de esta ley educativa, que es la ¡octava! de las aprobadas en nuestro país en los cuarenta años de democracia.

Como muchos recordarán, tras la derogación en 1970 de la Ley General de Educación, LGE, los sucesivos Gobiernos aprobaron, casi sin despeinarse, hasta ocho leyes, que en su denominación abreviada pasaron a la historia con las siguientes siglas: LOECE, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE y la LOMLOE. Una auténtica sopa de letras de difícil memorización, incluso, para los opositores a notarias.

Y escribo lo de atónitos porque seguimos siendo muchos los que estamos absolutamente pasmados ante la generalizada y repetida incapacidad de nuestros próceres políticos para elaborar una ley de Educación, que no sea hija de las ideologías o de las confrontaciones de partido, sino del diálogo, del consenso y, sobre todo, de la inteligencia.

Evidentemente, todos los partidos han tenido en este asunto su cuota de responsabilidad, aunque no en la misma medida. Las dos formaciones mayoritarias, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español, deberían haber sido las que, en un ejercicio de responsabilidad y de sentido de Estado tendrían que haber alcanzado, en su momento un Pacto por la Educación.

Si las dos fuerzas mayoritarias hubieran logrado ese objetivo, tan demandado por amplios sectores profesionales y sociales, hoy no estaríamos donde estamos, es decir, en plena confrontación de tontos y trincheras, todos con sus argumentaciones propias, con sus descalificaciones del contrario, y ninguno con la suficiente amplitud de miras para contemplar el problema en toda su dimensión y trascendencia.

Porque con independencia de que unos traten de prohibir a perpetuidad el uso del castellano en sus escuelas o de que otros insistan en la importancia de las matemáticas con perspectiva de género  o de que los de más allá, defiendan la conveniencia de rebajar el nivel de exigencia a los alumnos para evitarles cualquier trauma de difícil superación, el hecho cierto y probado es que seguimos perdiendo el tiempo en debates y en polémicas estériles que nos están impidiendo, como digo,  abordar la Educación con el rigor que merece.

Los Gobiernos y, en particular, sus animosos ministros/as de Educación deberían ser conscientes de que lo que está en juego, aunque a ellos se lo parezca, no es el voto de los situados en sus cercanías ideológicas o el aplauso fácil de los que comparten la necesidad de promover proyectos educativos cortoplacistas, con intenciones no siempre confesables.

Lo que está o debería estar en juego es la consolidación de un marco normativo estable, que es fundamental para mejorar la calidad de la educación, la formación de los jóvenes y también para incrementar el grado de implicación de los profesionales de la enseñanza.

Porque, como ha escrito el profesor Juan Manuel Fernández Soria, otra de las indeseadas consecuencias de no tener un sistema educativo estable es que los profesores y la comunidad social se desenganchan de su compromiso con la educación al no comprender el porqué de estos cambios tan rápidos -y tan partidistas, añado yo- de normativas.

Es cierto que todos los partidos, sin excepción, han venido contemplando la Educación como otro espacio propicio para la confrontación política, pero también es verdad que, a la vista de los malos resultados conseguidos, los ciudadanos deberíamos exigirles un radical y responsable cambio de comportamiento para posibilitar la imprescindible y urgente consolidación de un sistema educativo estable, consensuado y eficiente.

Ángel María Fidalgo