Cuando informamos de las víctimas de accidentes de tráfico en puentes como este del Primero de Mayo, las cifras nos resultan frías y no provocan en nosotros ningún tipo de sensación salvo la del respeto por los muertos y sus familiares. Lo asumimos sin más con la esperanza oculta de que nunca nos toque a nosotros. Es algo así como que el instinto de supervivencia interior nos despertara el lado egoísta e insolidario.
Pero hoy quiero escribir estas tristísimas letras, palabras negras de luto y sangre roja derramada, por el accidente mortal de Édgar que, sin ser un desplazamiento interurbano por lejanas autovías y autopistas atascadas de viajeros que salen en estampida de grandes ciudades, sucedió aquí, a nuestro lado, en la Glorieta de la Gota de Sangre que le llamamos los ponferradinos. Y porque a pesar de que su siniestro engrosará la lista que proporcione a nivel nacional la DGT para nosotros, sus conocidos, sus amigos y su familia, no será una víctima más.
Conocí poco a Edgar, trabajaba con su madre en el Café Bar que regentan en la conocida Calle Alcón del barrio de San Ignacio. Era alegre, simpático y parlanchín. Hablábamos de nuestro Barça, bromeábamos con esto y aquello, tenía su particular gracia que al largo listado de suculentos pinchos que su madre prepara cada día renunciaba siempre a repetirlo y espetaba: “ahí los tenéis mirar”, como apurando el tiempo y dando confianza a sus clientes primero, amigos después. Pero también tenía su genio, no creáis, sabiendo rezungar cuando se le apretaba. Más de un día su moto chula de color verde, como los versos que García Lorca: “verde que te quiero verde” le canta a la muerte con belleza y rabia a la vez; la aparcaba frente al café. Y su madre, siempre preocupada porque tuviera cuidado, por infundir prudencia y respeto al riesgo que el hijo desconocía y ella de sobra sabía. “Este hijo mío, un día le va a pasar algo”, furgullaba Toñi con resignación y desasosiego. Se diría que el sexto sentido que sólo las madres tienen se le encendía cada vez que el motor comenzaba a rugir.
Y pasó lo que pasó. No lo que tenía que pasar. Ni tan siquiera lo que nadie buscaba. Sencillamente el destino, la mala suerte y un tanto de imprudencia se conjuntaron. Esa tarde Édgar tomó la rotonda un poco más deprisa que otras veces, la rueda pegó en el bordillo y se desestabilizó lanzando al jinete del caballo mecánico unos metros más allá. El resto es ya sabido. El aviso vespertino, las prisas, la zozobra, las horas debatiéndose entre la vida y la muerte. Muchos de nosotros nos acostamos esa fatídica noche deseando y creyendo que la fuerza de sus 25 jóvenes primaveras vencería a todos los males físicos causados. Pero no fue así. Esa noche, el Gran Jefe se lo llevó al Cielo. Ahora, quiero pensar, habrá tenido de compañero de viaje a Tito dándole consejos de entrenador; conocerá a Urruti que le parará los balones y le contará mil historias vividas, discutirá con Kubala sobre quién era mejor si Lazsy o Messi. Tendrá tiempo para revivir con Ricardo Tormo sus triunfos a los que él no asistió. Le dirá en sueños a su madre que esté tranquila, que está bien y feliz rodeado de su abuela, sus tíos y su hermano. Y que siga siendo la mejor madre del mundo. Que lamenta haberla dejado tan pronto y que tenía en todo razón y le perdone. Y en el Día de la Madre, que se vista tan elegante como solo ella sabe hacerlo y salga a dar un paseo. Que justo al lado del sol está una pequeña estrella que no puede verse de día, que es él, o mejor dicho, en lo que él se ha transformado por obra y gracia de la Madre Naturaleza. Pero sobre todo, que no se hunda, que siga siendo la madre coraje, como tantas madres que cada día pierden a sus hijos sientiendo que le arrebatan sus entrañas dejando tras de sí dolor y un vacío imposible de explicar. Toñi, somos legión los que estamos contigo y él, de una nueva manera, también.
Toñi, ni Edgar, ni tu familia, ni ninguno de nosotros sabemos qué decirte, cómo consolarte, qué hacer para que ese gesto de dolor de madre al que le han arrancado de cuajo parte de sus entrañas deje de dolerte. Pero aunque parezca que vivimos cada uno de nosotros nuestra particular vida, estamos contigo, pensamos en ti como el ejemplo de miles de madres que cada día en el mundo pierden a uno de los suyos y siguen adelante por el resto, por los que quedan. No son personajes grandes los que aprendemos en los libros de Historia, los verdaderos héroes son los anónimos que, como tú, la vida le pone mil y un obstáculos que superan con dolor, amor y voluntad.