Mi mejor momento del día era cuando llegaba del colegio, me sentaba a la mesa para comer, y poco después el periodista Ignacio Fidalgo leía su crónica diaria en Radio Juventud, titulada “Ventanal de la Ciudad”. Yo vivía en Ponferrada, y creía que era un lugar de orden, y de trabajo, de progreso y de gente buena. Y si había algunas personas malas, deberían de ser muy pocas. Yo, desde luego, no conocía a ninguna. Las personas malas salían en algunas películas, en algunas novelas… Pero vivían lejos y eran fruto de la imaginación de los escritores, o de los cineastas. Porque a los diez años no es fácil creer en la maldad de algunos seres humanos, o al menos eso me parecía a mí.
Y si había algún hombre malo, -llegó un momento en que no descartaba que los hubiera- estos eran los ladrones, pongamos, o los tipos pendencieros: los que se liaban a puñetazos por los bares o las ferias. Hombres malos eran también los estafadores, y yo iba sabiendo de algunos. Ya era casi adolescente.
Llegó un día, sin embargo, en que supe de otra maldad. La contó Ignacio Fidalgo en su programa. Nunca la olvidé, fue un mazazo que me afectó profundamente. La historia había sucedido en las primeras horas de una noche. El hombre malo vivía con su mujer en una planta baja cerca de la calleja del Río, donde hoy lucen casas airosas, asomadas a la margen derecha del Sil, frente al barranco verde que corona el castillo. Entonces aquella zona era pobre, destartalada, de infraviviendas. Y allí, en una noche infame, la pareja discutió; la mujer salió corriendo de casa. Por el suelo sin asfaltar, por el barro del sucio asentamiento, el hombre no tardó en alcanzar a su mujer. Y la agredió brutalmente, recuerdo bien la noticia: la arrojó al suelo, le pateó su vientre de embarazada. La mujer no murió pero perdió al hijo que llevaba en sus entrañas.
Aquella noticia sobrecogió a la ciudad; era demasiado cruel. Y para mí, para aquel púber a quien le costaba creer que hubiese hombres malos más allá del cine o las novelas, fue la más doliente de las revelaciones. La más inesperada y bárbara. La de un niño que murió asesinado en el vientre de su madre
Pasaron los años, me fui enterando bien de la maldad de los hombres, también, claro, de las mujeres. Lo que contaba la literatura, el arte dramático, el cine… era verdad. Los periódicos lo corroboraban cada día. Una de aquellas noches -yo tendría unos quince años- venía de cenar con mis tíos y volvía a casa. Avanzaba por la calle Dos de Mayo, había muy pocos transeúntes y delante de mí iban dos hombres caminando más despacio que yo. Hablaban entre ellos, lo hacían con cierto apasionamiento. Les adelanté y fue entonces cuando uno de ellos dijo que estaba deseando llegar a casa para darle una paliza a su mujer. Literalmente lo dijo así. Y su compañero no adujo nada, se mantuvo en silencio. Tal vez porque estaba de acuerdo con aquel propósito; tal vez porque él hacía lo mismo. Pegar a la mujer, pegar a la compañera como quien cumple un rito satánico y odioso. Pegar a la mujer como quien quiere preservar así su machismo infecto, su basura en el alma y en el cuerpo. Eso escuché. Y también aquel bárbaro testimonio quedó en mí como una ráfaga helada de odio. El eco de una tragedia que se viviría poco después en una casa del barrio de la Puebla. Y en muchos otros barrios de la ciudad. Porque los hombres malos existían, existen. Y muchos de los peores son los que ejercen violencia contra sus mujeres, sus parejas, sus novias.
Los hombres malos.
CÉSAR GAVELA