No sé si el oficio sigue existiendo, probablemente no. Pero fue de lo que vivió durante muchos años Clemente de la Válgoma, que tenía nombre de cierto ringorrango, pero que siempre fue un hombre muy modesto. Menos mal que era soltero y que con poco que ganara se iba arreglando. Además era dueño de su casa, una liliputiense planta baja en la calle de Santa María, en Cacabelos.
Clemente tuvo muchos sueños siendo muchacho. Uno de los más perdurables fue convertirse en un bodeguero ilustre, y llegar a competir nada menos que con los propietarios de Vinos Guerra. Pero una cosa era el sueño y otra la realidad. Porque Clemente no era hombre de empuje, tampoco contaba con medios de fortuna y su carácter, más bien variable y caprichoso, no favorecía que se centrara en un objetivo y perseverase en él.
Nada emprendió en serio, y solo cuando murió su madre, que era viuda desde joven, se vio en la necesidad de improvisar un trabajo para mantenerse. Fue entonces cuando se le ocurrió hacerse mago, pero mago de poca monta, no podía ser otra cosa. Concretamente, mago de los que van por los colegios, y perciben escuetos honorarios por sus actuaciones. Ahora bien, para ser mago, había que aprender el oficio, siquiera medianamente, y en eso Clemente de la Válgoma tampoco estuvo a la altura de las circunstancias. Porque todo lo que hizo para prepararse fue ir a varias sesiones del Circo Atlas, fijarse lo mejor que pudo en los trucos de los magos, y comprar un libro de ilusionismo en León, con el que practicó en su domicilio cacabelense.
Un buen día encargó a Madrid los mapas provinciales del ministerio del Ejército correspondientes a León, Zamora y Palencia, y también se gastó un dinero en comprar las guías telefónicas de esas tres provincias. Fue así como localizó los colegios privados que había en cada ciudad o villa de esa geografía, y con tales datos organizó rutas y sueños a la búsqueda de ser contratado por los directores de sus centros educativos. Era un empeño difícil, pero que iría logrando poco a poco gracias a su talante educado, a su aspecto de hombre de bien, a su maleta de magia -de color azul marino, con estrellas pintadas de blanco- y a sus tarifas como artista, que eran muy económicas.
Un día lo vi en el colegio de San Ignacio de Ponferrada. Yo era un niño de once años, el salón de actos estaba lleno, y la vergüenza que pasamos allí todos fue muy grande al constatar que Clemente de la Válgoma era un mago embarullado, sin recursos y sobre todo sin temple. Porque cuando fracasó en uno de sus primeros trucos, que consistía en utilizar un periódico a modo de canal por el que caía el contenido de una botella de leche, se puso nerviosísimo y no fue capaz de recuperarse ni anímica ni mágicamente. Toda su actuación fue un recital de desajustes y nervios, de errores y hasta de lágrimas al final, cuando sacó un conejo de peluche blanco de una chistera anegada en melancolía.
El rector del colegio no hizo gesto alguno de disgusto, ni los profesores. Educados y dignos, aplaudieron a Clemente de la Válgoma, aunque los alumnos, crueles, silbamos con saña la penosa intervención. Pero luego, yendo yo solo a casa, sentí por aquel mago de Cacabelos una inmensa ternura, una tristeza que era nueva en mí, y lo tuve por un héroe al revés, por un hombre estrafalario que hace lo que puede por salir adelante en la vida. Porque los magos humildes, los que no saben hacerlo mejor, también “son hijos de Dios”, que diría mi abuela.
CÉSAR GAVELA