Guardo con emociones contradictorias las escenas de mi cine infantil y los pasajes de la literatura de aventuras juvenil, en los que el hombre blanco, el conquistador, conseguía de las tribus nativas territorios o derechos de caza a discreción con el hatillo en el que desplegaba espejuelos y baratijas que hacían las delicias de aquellos ingenuos salvajes. Por esa quincallería estaban dispuestos a trocar su alma con tal de poseer tan mísera mercancía. Pero eso, era un rasero de materialidad con alguien tenido por superior. Así se distinguían del paisanaje, algo consustancial a la naturaleza humana, sea urbana o montaraz.
Aquel mercadeo, con todo el contenido cruel de la estafa o timo al ignorante, me revolvía interiormente por la astucia maligna del vendedor; pero también, aunque menos, por el candor, con su importante dosis en mis ojos y sesera, de estupidez y avaricia. La artimaña del listo es tan nociva en esa doliente desigualdad, como la candidez del agreste. Ambas se retroalimentan.
Caía sin darme cuenta en un vicio muy actual, el de analizar el pasado conforme a los cánones de la contemporaneidad. No tardé en desengañarme. Hoy emerge amplificada la colonización de voluntades por otros medios y técnicas más sofisticadas. Infinitos son los vericuetos del llamado progreso.
Somos una sociedad envanecida en la imposibilidad de que nos la den con queso. Y vaya si nos la dan. Se nos llena la boca con la creencia de ser individuos acorazados ante el engaño por la aparición en escena de conquistas tecnológicas con la que compraremos a precios de ganga la invulnerabilidad. Prometen rapidez, precisión, infalibilidad y hasta indestructibilidad. Pero la realidad es siempre la misma: comprarán nuestra alma para enriquecerse ellos y empobrecerse los demás. Está escrito en la antropología.
El hatillo de las baratijas y la labia del timador han sido reemplazados por la botonadura de los artilugios. Hablan nuestros dedos, bien y convenientemente adiestrados, dirigidos por planos y voces que conducen de nuevo, en infinito retorno, a las cavernas del comercio entre el listo y el tonto. Somos una civilización de lengua atrofiada, por no decir muda, y de pensamiento en vías de anulación. El conquistador abre el zurrón de los espejuelos, de la juguetería tecnológica. El domesticado de hoy ya no tiene ni la dignidad de un atrezo de pinturas y gestos fieros cara a la galería. Ha desaparecido hasta el rictus de hostilidad. Llega de fábrica convenientemente adocenado.
ÁNGEL ALONSO