Siempre me ha gustado leer, de hecho no recuerdo un momento en mi vida sin estar enganchada a la lectura. Mientras a mis hermanos les reñían por no coger nunca un libro, y a muchos de mis amigos también, a mí me reñían por todo lo contrario, por no soltar los libros ni para comer. Ahora mismo recuerdo con una sonrisa, que una de mis profesoras de lo que ahora sería primaria, llegó a decirme que leer mientras se comía era malísimo para la digestión, creo que a petición de mi madre, que no conseguía que hiciese mi cama sin soltar un libro o lo que fuese que tuviera letras, con la consiguiente pérdida de tiempo. También me aconsejaban no leer tanto por las noches, pues era perjudicial para mis ojos. Otra recomendación era salir más a la calle, pasear, jugar con otros niños, ya que no era bueno pasar tanto tiempo con los libros, necesitaba divertirme. Mirando hacia atrás, ninguna de las artimañas dio resultado, no debí creérmelo, seguí leyendo. Lo divertido fue cuando mi mamá (qué paciencia la suya), intentó que el médico me aconsejase salir más a jugar y no quedarme en casa con tanto libro, el médico me preguntó si me gustaba leer, le contesté que sí, muchísimo, lo que más, el doctor ante, supongo la frustración de mi madre, me dijo que entonces para no estar encerrada en casa sin moverme, lo que podía hacer era salir a pasear con un libro .mi madre comentó: pero se va a ir chocando con todo. A lo que él, mirándome, dijo: pues que lo haga por el parque o lugares sin muchos obstáculos. Cada uno se divierte a su manera, si ella lo prefiere a jugar . En ese momento me pareció la conversación más normal del mundo, sobre todo porque apoyaba mi afición, pero ahora en retrospectiva la verdad es que resulta cuando menos rarita. Bueno, yo seguí leyendo y a mis hermanos les siguió costando hacerlo. Me imagino que les resultaba un tanto contradictorio que a ellos se les quisiera obligar y a su hermana mayor se le dijese que dejara un rato los libros.
Y como sigo leyendo y disfrutando con ello, tengo el mejor trabajo para mi adicción, en una librería. Menos mal que no soy adicta a los pasteles y no trabajo en una pastelería, o al juego y trabajar en un bingo. Bien, tonterías a parte, la razón del título de este escrito es un libro que estoy empezando a leer: 100 historias en blanco y negro. Contadas a todo color por sacerdotes. Son historias contadas en primera persona por sacerdotes de todo el mundo, recopiladas entre más de mil con motivo del año sacerdotal. De momento me ha gustado por su sencillez, sin grandes alaracas, historias sorprendentes, llenas de humanidad, tiernas, simpáticas, reales, que rompen con la posible y falsa idea de que los sacerdotes tienen vidas y vivencias anodinas. Todo lo contrario, algo de lo que yo ya me había percatado, pero está muy bien que eso pueda llegar a más gente a través de un libro, ¿por qué no? Las hay de todos los tipos, algunas con cierta carga dramática, al mismo tiempo llenas de una gran riqueza humana, todas dejan meridianamente claro por qué son necesarios los sacerdotes y también que éstos necesitan a su vez de nosotros. No son unos hombres grises y solos. Para poder ejercer su vocación y hablar a los demás de conversión, necesitan experimentarla en sí mismos. Muchos lo relatan de una manera sencilla en el libro, y a mi me emociona ver las distintas maneras de manifestarse la Providencia, las formas en las que Dios puede llamar a sus hijos a ser sacerdotes, incluso a pesar de sí mismos. Después de leer tantas historias, y de haber oído otras muchas, no entiendo por qué esa impresión de: sacerdote, luego poco interesante, al fin y al cabo tienen al mejor de los guías y consejero: EL ESPÍRITU SANTO. Eso les da color y si me lo permitís, brillo.