Era de mi barrio, pero no le conocía. Íbamos a colegios distintos; él tenía siete años, los mismos que yo. A esa edad entonces los niños empezábamos a jugar en la calle, lo que hoy es algo inconcebible. Los niños de mi barrio de Ponferrada, -la zona de la avenida de España- íbamos casi siempre hacia el parque de la MSP, con sus acacias y sus bancos de granito. Un parque cerrado por un alto muro de ladrillo y situado detrás del Economato, donde hoy está el edificio Minero. Lo que ahora es una pradera urbana, despejada y limpia, entonces era un pequeño bosque destartalado pero con encanto para los niños. Por allí pasaban algunas gentes que iban o venían al tren de la MSP. Algunos tenían que correr: temían perder el último convoy en el que iban a remontar las aguas del río Sil.
Otros niños del barrio, los que vivían más cerca de la estación de la Renfe, solían ir a jugar a un sitio llamado La Selva, una zona de zarzas y arbustos, rodeada por una empalizada, pero con una puerta casi siempre abierta que ofrecía una demarcación con muchos rincones atractivos para los chavales. El niño del que hablo pertenecía a ese otro sector del barrio. De eso me enteraría tiempo después. Tal vez por ello no supe quién era.
Pero lo que supe es que un día murió. Ese día yo había salido de casa a hacer algún recado de los que me encomendaba mi madre, por lo general, a comprar algún alimento a casa de Quico, un buen hombre de Rimor que tenía su negocio en la calle Isidro Rueda. Y al salir de casa me encontré con una visión que me hirió el alma, que me dejó fuera de juego, que me persiguió durante muchos días, muchas semanas, largo tiempo. La imagen del entierro de un niño.
La plaza de Fernando Miranda, entonces llamada del Comandante Manso, un fiero militar falangista de Lugo destinado en la ciudad en la postguerra, era un lugar sin asfaltar, un pedregal y una gasolinera primitiva. Y un solar lleno de troncos, que parecían paquidermos dormidos. El solar y los troncos eran de mi tío Manolo. Y fue justo cuando bordeaba yo el solar de los troncos cuando vi una comitiva muy llorosa y amarga. La precedía un niño que llevaba una cruz procesional. Detrás, presidiendo el duelo, iba el maestro. Un hombre muy delgado, mayor, apenadísimo, con un aura literaria y solemne, pese a su traje humilde, de color marrón, y su corbata negra. Aquel maestro quedó en mí como un símbolo de la tristeza y la dignidad. Tras él iban los demás niños de la clase, los familiares y amigos y en medio de aquel grupo, no tan numeroso, la terrible crueldad de un ataúd blanco.
Había muerto un niño en el barrio. Luego supe que su muerte era anunciada, que tenía una enfermedad incurable, al menos en aquel año de 1960. Y allí iba aquel niño, en la ciudad gris y carbón, pasando por delante de las tiendas y los bares, camino de la iglesia de San Pedro. El niño de la desgracia infinita e inerte. Por la calle Dos de Mayo aquel niño enteramente envuelto en su no vivir, en su ya no ser, en su silencio.
Nunca olvidé aquella imagen, aquel cortejo fúnebre que me sorprendió en un atardecer. El maestro sexagenario, los niños callados y perplejos que iban con el féretro de su condiscípulo muerto, la absurda y atroz injusticia. Y ese niño, que ni siquiera supe quién era, sigue en mí, como una historia rota e interminable, como un dolor que sin ser mío, se hizo mío. Porque yo también era niño, porque teníamos la misma edad, porque era de mi barrio. Niño que no fue mi amigo y que siempre lo sería de algún modo, y lo sigue siendo, querido compañero de la Puebla de Ponferrada.
CÉSAR GAVELA