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A las ocho y media

A las ocho y media de la mañana. Exactamente a las ocho y media de la mañana uno entiende
perfectamente que hoy tampoco nos vamos a librar de esta sofocante ola de calor que impregna
Agosto. Es curiosa esta tierra castellana, o es muy fría o te mata de calor, aquí no hay término
medio. ¿Y mi terruño montañés? También es curioso. Veinte años en Canarias y casi no lo eché de
menos. No llevo ni un año en Salamanca y ya sueño con una casa, con jardín y terrenito, allí, en
Villaseca, paseando con los perros por la ruta verde, escribiendo cara a la ventana mientras la nieve
cae, tomando el café sentado en el porche con la mañana fresca de la montaña pegándome en la
cara… tiempo al tiempo. Como alguien dijo alguna vez, somos co-creadores, sólo tenemos que
imaginarlo y confiar en que sucederá.
“Café con hielo, por favor, con mucho hielo”, le digo a la camarera mientras abro el periódico. Me
queda una hora para entrar a trabajar, así que disfruto del café, “un par de hielos más por favor, es
que con este calor se disuelven pronto”, y mis ojos, estos ojos grandes, sudorosos, cansados y
ojerosos, empiezan a moverse por entre líneas que hablan de los líderes (¿líderes?) de esta tan
nuestra y tan enferma civilización occidental. Que si Trump, que si Putin, que si Sánchez y Casado,
que si los chinos y los monjes budistas, que si esa niña Palestina convertida en icono de una
resistencia que más que resistencia es agonía, que si nosotras, sí, nosotras, la especie humana,
hemos agotado en Agosto todo lo que la tierra puede generar en un año (cuánta razón tenía el señor
Smith, somos como un virus que todo lo arrasa). Dan ganas de cerrar el periódico, y lo cierro, y
empiezo a mirar a la gente que está en el bar, tomándose su churrito, su cafecito, su pequeño
chupito de hierbas… y me dan ganas de llorar, llorar por el ser humano. Somos tan frágiles, tan
sensibles, tan moldeables. Nos bombardean a cada rato con pésimas noticias, con mensajes
dirigidos para convertirse en nuestra verdad, una verdad limitante y enclaustradora… y sin embargo
todo se disipa con una sonrisa, la sonrisa que te devuelve la camarera cuando le hablas con
educación y calidez en tu tono, cuando empatizas con ese señor que está a tu lado con la mirada
ceñuda, perdido entre el humo amargo y sedoso del café, cuando oyes las risas de la gente que
trabaja y trabaja sin descanso pero que sacan esa alegría de dentro en esos minutitos antes de entrar
a trabajar… cuando eres consciente de todo eso, te das cuenta de lo grandes que somos las humanas
y los humanos, de que quizá el señor Smith estaba equivocado y no somos como un virus, podemos
serlo, pero no es lo que nos define, somos más que eso. La risa es la música del universo, dicen por
ahí, y a mí, la verdad, no se me ocurre mejor música que ésa para empezar el día.
Se me han escapado un par de lágrimas. La señora que está a mi lado con su marido se ha dado
cuenta. Me mira, seguramente preguntándose la causa de mis lágrimas. Lloro por usted señora, por
su marido, por esa camarera que sigue siendo guapa a pesar de haber dejado atrás sus mejores años.
Lloro por la música que suena en el bar, que me emociona, lloro por las personas que entran y salen
de los bares y las tiendas, de los bancos y las oficinas, lloro por los jubilados que pasean y por esos
niños que me miran desde África, desde Asia, desde Europa, América y Oceanía, con esos ojos
grandes, más grandes que los míos y más cansados, grandes e inocentes ojos que inundan todo mi
espacio y me dejan aquí sentado, con el café ya terminado, pagando la cuenta y saliendo, un día
más, a vivir un caluroso día de Agosto en la tórrida meseta castellana.
Ay mi pueblín…